Los yan son la última raza sangrecaliente y la más sangrecaliente de todas, como suele decirse. Son de estatura más baja que los humanos, de ojos rojos como brasas y piel de color tierra; el cabello entre gris y castaño, pasando por toda la gama de los rojos, suelen llevarlo siempre largo y recogido en un peinado de trenzas. Rápidos, apasionados, volubles y poco fiables, tienen mucho en común con el fuego que consideran su elemento. Son muy nerviosos e incapaces de quedarse quietos; de hecho, hablan tan deprisa que no separan una palabra de otra y es difícil entenderlos.
Cuenta una antigua leyenda que a causa de un error de Aldun, el dios que los creó, están condenados a vivir para siempre en el desierto, a ser siempre los "yan", los últimos. Pero ellos lo llevan con estoicismo y con una gran dosis de orgullo. Son los hijos de Aldun. Son los hijos del fuego. Son los hijos del desierto.
Hábitat de los yan
Los yan viven en el desierto de Kash-Tar y raras veces salen de él. Dicen las leyendas que, tiempo atrás, Kash-Tar era una tierra rica y fértil, pero que el dios Aldun la abrasó al descender al mundo. Como castigo, los demás dioses obligaron a sus hijos, los yan, a habitar en el lugar que había destruido.
Hoy día, los yan aman el desierto y muy pocos se sienten capaces de abandonarlo. Existen algunas poblaciones yan, de casas bajas y robustas, de planta redondeada y tejados ligeramente cónicos, lo que les da un cierto aspecto de hongo. Pero la mayor parte de los yan son nómadas y se agrupan en tribus que viajan de oasis en oasis sin detenerse mucho tiempo en ningún sitio. Suelen desplazarse a pie o a lomos de torkas, grandes y perezosos lagartos de las arenas.
El desierto de Kash-Tar, con sus impresionantes dunas, sus arenas rosadas y sus exóticos oasis, con lagunas de aguas de profundo color zafiro, es un lugar de misteriosa belleza. Los yan más ancianos suelen sentarse ante sus tiendas para contemplar los atardeceres, y cuando el primero de los soles incendia de rojo las arenas de Kash-Tar, sonríen y se dicen a sí mismos que el castigo divino que los obliga a vivir allí no es, ni mucho menos, tan horrible como la gente piensa.
Relaciones con otras razas
Los yan tienen fama de ser egoístas y desconfiados, y de trabajar sólo para su propio provecho. Y hay mucho de cierto en esta creencia popular, pero no es enteramente culpa suya.
Tradicionalmente, las otras razas han despreciado a los yan por ser "los últimos"; en tiempos pasados existía además una corriente de pensamiento racista que consideraba que los yan eran inferiores a los demás, algo intermedio entre los animales y los seres racionales. Se los llamaba "el error de Aldun", cuya creación más perfecta eran, obviamente, los dragones. Para apoyar esta teoría, sus defensores aludían a su forma de vida errante, a su manera de vestir, descuidada y casi desarrapada, y a su forma de hablar: ni siquiera eran capaces de vocalizar correctamente. Se llegó al punto de que algunos comerciantes desaprensivos secuestraban a jóvenes yan para utilizarlos como esclavos. Llegó un momento en que humanos y mestizos colonizaron el desierto y sometieron a las tribus yan. Éstos tienen fama de no comprometerse ni buscarse problemas, pero en momentos de crisis reaccionan con una violencia inusitada. Esto fue lo que sucedió durante la Revolución Yan. Los habitantes del desierto expulsaron a los extranjeros y recuperaron su hogar y su libertad.
Desde entonces sólo confían en la gente de su propia raza, y no siempre. No muestran el rostro a los desconocidos y no dan nada a cambio de nada. La Revolución Yan les devolvió su orgullo y, aunque actualmente son respetados y reconocidos como una raza con los mismos derechos que las demás, ellos siguen defendiendo su identidad con la misma ferocidad de antaño.
Aldun, dios del fuego
El padre de los yan tiene el fuego como elemento propio. Suyo es el poder que hace arder los soles y otorga la llama a los dragones. Se lo representa como un yan de barba pelirroja y con las proporciones de un gigante.
Es proverbial su rivalidad con Wina, la diosa de la tierra. Y, aunque ningún yan se atreve a maldecir a Wina, lo cierto es que no la aprecian demasiado, ni a ella ni a sus hijos, los feéricos.
Se dice de Aldun que creó a los dragones. En realidad, puntualizan los sacerdotes, los dragones fueron creados por los tres dioses juntos: Karevan les dio cuerpo, Yohavir les dio alas y Aldun les dio el fuego. Sin embargo, este último atributo es el que más los diferencia de los sheks y del resto de criaturas, y por ello Aldun se considera el padre de los dragones, más que ningún otro dios.
La verdadera forma de Aldun es una gigantesca esfera de fuego. Puede expandirse hasta alcanzar el tamaño de un sol o puede compactarse hasta llegar a ser tan pequeño como una casa. En cualquier caso, su presencia abrasa todo lo que toca y hace subir la temperatura a su alrededor hasta extremos infernales. La última vez que descendió al mundo vagó por Kash-Tar y calcinó varias poblaciones yan sin ser consciente de su presencia.
Perlas de conocimiento idhunita
En el pasado, los yan fueron grandes amigos de los dragones. O, mejor dicho, fueron sus sirvientes favoritos. Mucha gente en Idhún admiraba a los dragones y deseaba estar cerca de ellos y verlos con sus propios ojos volando sobre Awinor, pero sólo a los yan se les permitía traspasar las fronteras de la tierra de los dragones, y no a todos ellos.
Los yan estaban orgullosos de su hermandad con los dragones. Ambas especies tenían en común el fuego de Aldun; los yan creían que por este motivo los dragones los preferían sobre todos los demás.
La realidad es que los dragones sabían que pocas criaturas eran capaces de soportar las altas temperaturas de sus cubiles. En las zonas donde se concentraban las cuevas de los dragones hacía un calor inaguantable para cualquiera… Y por eso, en tiempos pasados, si alguien quería contactar con los dragones, debía enviar a un mago de gran nivel o a un yan. Los magos podían envolverse en un hechizo de protección térmica, y los yan eran resistentes al calor por naturaleza. Al resto de visitantes no se les permitía pasar de la Torre de Awinor. Por eso los yan se sentían especialmente favorecidos por los dragones, y solían llamarlos Erekasdi, "Hermanos Mayores".
Los swanits, señores del desierto.
Los yan se precian de ser grandes cazadores. Han aprendido a exprimir hasta la última gota de su desértico mundo. Domestican a los torkas para que les sirvan de animales de tiro y cazan prácticamente todo lo demás.
La única criatura a la que no osan acercarse es el swanit.
Los swanits son insectos gigantescos, protegidos por un caparazón coriáceo, que se desplazan por el desierto sobre multitud de patas. Sus caparazones son muy preciados porque con ellos se fabrican armaduras prácticamente indestructibles. Su carne constituía un manjar para los yan en tiempos pasados, pero actualmente se considera tabú matar o comerse un swanit.
Antiguamente, cuando se quería poner a prueba a un yan, un líder o un cazador reconocido, se le retaba a que trajera un pedazo de caparazón de swanit. Se creía que realmente se podía matar a estas criaturas, aunque la mayor parte de los que lo intentaban no regresaban para contarlo. Pero ocasionalmente alguien encontraba algún swanit muerto y regresaba con el caparazón como prueba.
Los yan descubrieron hasta qué punto eran invencibles los swanit cuando una tribu entera que estaba de viaje asistió, por casualidad, al duelo entre uno de ellos y un poderoso dragón. La batalla entre ambas criaturas fue brutal, y finalmente el dragón se retiró sin haber matado al swanit. La noticia se extendió por todo el desierto y los yan empezaron a decir que ni siquiera los dragones eran capaces de vencer a los swanit. Desde entonces, enfrentarse a un swanit no se considera un acto de valentía, sino una gran locura. Los yan prohíben a su gente intentarlo siquiera: respetan profundamente a los swanit y se limitan a mantenerse lejos del camino de estas criaturas. Entre el resto de los habitantes del desierto, la expresión "ir a la caza del swanit" se utiliza para hacer referencia a tareas imposibles y altamente peligrosas. También, curiosamente, se usa en el lenguaje amoroso: cuando alguien se fija en una persona inalcanzable o que le puede romper el corazón se dice que va "a la caza del swanit" y que, por tanto, saldrá malparado.
Yan en la historia de Idhún: Kutlak, el mago
Era sumamente extraño que un yan fuese bendecido por el don de la magia, puesto que los unicornios no podían sobrevivir en el desierto.
Sin embargo, siempre han existido exploradores entre los yan. Gente que se aventuraba por la Cordillera Cambiante, hacia las tierras de Raden o los límites de Celestia. De vez en cuando, alguno de ellos regresaba convertido en mago. Era sumamente extraño, pero podía suceder.
No obstante, los yan nunca abandonaban su tierra para estudiar magia en las torres. En muchas ocasiones, aquellos que habían sido bendecidos con el don del unicornio ni siquiera hablaban de su experiencia con nadie. Esto llevó a la gente a pensar que no existían magos entre los yan, y reafirmó la creencia de que eran una raza inferior, a la que ni siquiera los unicornios tenían en cuenta.
Todo esto cambió gracias a Kutlak.
Kutlak era un joven yan que hacía de intermediario entre los comerciantes de Dyan y su propia tribu. Su padre había vivido la época de la Revolución Yan y sufrido la esclavitud en sus propias carnes, pero Kutlak era hijo de los nuevos tiempos y disfrutaba mucho tratando con gente venida de todas partes. Era mucho más abierto y confiado de lo que suele ser normal en un yan, aunque lo que más lo transformó fue su encuentro con el unicornio.
Kutlak había conocido a varios magos y, aunque nunca se lo había planteado en serio, cuando le fue concedido en don de la magia empezó a soñar con acudir a una torre a estudiar hechicería.
Contra la voluntad de sus padres, que se lo prohibieron, Kutlak se escapó de casa y llamó a las puertas de la Torre de Awinor. Allí lo recibieron con recelo al principio, y con asombro después. No era el primer mago yan, ciertamente; pero sí era el primer mago yan del que el mundo tenía noticia.
Kutlak estudió en la torre y se convirtió en un mago notable. Cuando regresó a su tierra, muchos lo rechazaron, y cuando insinuó que podía crear oasis mediante la magia lo tacharon de hereje y de sacrílego. Kutlak escapó con vida por los pelos y se dedicó a vagar por el desierto. Cuando salvó de morir de sed a la hija pequeña de un jefe yan, que se había perdido, éste lo miró con otros ojos y apoyó su idea de hacer de Kash-Tar un lugar mejor.
El debate fue encendido y duró mucho, mucho tiempo. Finalmente se aprobó la creación de algunos oasis mediante la magia. No los suficientes como para cambiar por completo la fisonomía de Kash-Tar -a nadie se le habría ocurrido despertar la cólera de Wina de esa manera-, pero sí situar algunos en lugares estratégicos.
Desde entonces, algunos magos yan son enviados a las torres para aprender el arte de la hechicería. Y desde entonces, algunos oasis creados mediante la magia salpican el desierto. La acción de Kutlak contribuyó, por tanto, a abrir el mundo de los yan al resto de Idhún, y a convertir Kash-Tar en un lugar un poco menos abrasador.
Personajes de la trilogía: Goser
Goser-ak-Nin era hijo de una cazadora y de un comerciante. Su padre tenía su tienda en la ciudad de Nin y era el líder de una red de caravanas que cruzaban todo Kash-Tar. Pero eso no le bastaba a su madre, nómada de pura cepa, quien terminó regresando a su tribu, en el corazón del desierto, llevándose consigo a Goser. Las relaciones entre ambos progenitores siguieron siendo amistosas… hasta la caída de los dragones.
El día de la conjunción astral, Goser tenía apenas seis años. Fue testigo de la muerte de los dragones y de la llegada de los sheks, y ese momento quedó grabado a fuego en su alma.
Los sheks enviaron a Sussh a someter Kash-Tar, y hay que decir que lo consiguió con bastante rapidez. Los yan no permanecieron unidos ante la invasión, y muchos de ellos se pasaron al bando de los sheks simplemente porque les resultaba más cómodo.
Los szish empezaron por conquistar las ciudades y las zonas de los márgenes, asegurándose la lealtad de individuos importantes como Brajdu o, incluso, el padre de Goser. Pero durante mucho tiempo, el corazón de Kash-Tar permaneció libre, y Goser y su gente, también.
Cuando Sussh comenzó a enviar tropas a controlar a las tribus nómadas, Goser decidió que no podía seguir actuando como si no sucediera nada. Despreciaba a su padre por pactar con las serpientes, pero nunca se había rebelado abiertamente contra ellas. Fue su madre, la indómita cazadora, quien se negó a guiar a una patrulla de szish hasta su tribu, y fue asesinada por ello.
Tras la muerte de su madre, Goser tomó la decisión de iniciar una rebelión. Le llegaron rumores desde el norte; decían que los humanos y los feéricos se habían unido contra Ashran y los sheks. También se decía que habían regresado los dragones. Otros hablaban de un solo dragón; y, por último, otros afirmaban que no eran dragones de verdad, sino que los humanos los habían fabricado. En cualquier caso, los humanos se estaban moviendo. Los yan no podían ser menos.
Goser encontró a otros jóvenes descontentos como él. Reunió a un grupo lo bastante grande como para ser tenido en cuenta, y comenzó a atacar pequeños campamentos szish, situados en lugares estratégicos. Cuando llegó la noticia de la caída de Ashran, los yan pensaron que era cuestión de tiempo que Sussh se marchara también; pero pasaban los meses, y, mientras todo Idhún proclamaba su libertad, en Kash-Tar las cosas seguían igual que siempre. Eso movilizó a los yan más que ninguna otra cosa. El grupo de Goser creció, y él se convirtió en el líder de la resistencia yan. Pronto su temeraria ferocidad, sus dos hachas y las espirales tatuadas en su piel, que representaban el fuego de los soles, el poder de los yan, se hicieron legendarias. Desde el norte, los Nuevos Dragones enviaron a un grupo de los suyos para unirse a ellos en la lucha por la libertad de Kash-Tar.
Entre ellos estaba Kimara.
Goser y Kimara lucharon juntos en varias batallas e iniciaron una breve relación muy pasional; mientras tanto, el dios Aldun descendió al mundo y se paseó por Kash-Tar, provocando grandes catástrofes que Goser atribuía a los sheks. La brutalidad y el sinsentido de la guerra y de las masacres producidas por Aldun involuntariamente terminaron por hacerle perder el juicio.
Cuando, en plena batalla contra las serpientes, Aldun se presentó de improviso, Goser no fue capaz de dejar de luchar. Murió calcinado por el fuego de su dios.
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