Rol Memorias de Idhún
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"Diario de la tienda" El Yan sin Habla -TRABAJO-

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Mensaje  Invitado Sáb Mayo 25, 2013 8:52 pm

Hace ya tiempo, un extraño cliente fue a mi tienda. Era un árido y seco yan, de grave voz. Apenas tenía dientes, era ya una persona mayor, su cara estaba llena de arrugas, y su olor era nauseabundo. Tenía la espalda encorvada, y se apoyaba en un viejo y astillado bastón, envuelto ya varias veces por un extraño adeshivo, símbolo de que no se había roto solo una vez. Su cuerpo era delgado, y de no ser por la camiseta y por estar tan cerca de él, se diría que era un esqueleto con la habilidad del movimiento. Sus pelos estaban alborotados, y eran negros como la boca de un lobo, pero ya se notaban bastante las canas. Su rostro tenía una expresión de desprecio y repugnancia. Lo más extraño de todo eran sus ojos: limpios y relucientes, como el cristal, pero de un rojo tan intenso como la sangre.

Entró en mi tienda, sin decir ni una palabra. No cojió gafas ni se fijó directamente en ninguna pantalla. Simplemente miró, asombrado, el ascensor. Luego se puso serio. Pulsó un botón y las puertas se abrieron ante él. Entró y, sin pensarlo dos veces, indicó el almacén. Automáticamente, fue transportado allí. Entonces, salió del ascensor, y se sentó en un banco, esperando a que le atendiera. Yo estaba muy ocupado llevando cajas enormes de un lado para otro, pues la demanda de pociones ígneas era mucha, y las cajas transportaban pesadísimas piedras volcánicas, necesarias para su preparación. Por desgracia, la fuerza no era uno de mis puntos fuertes. Me abandonaba a momentos, y tenía que dejar las gigantes cajas cada cinco pasos. ¡Cuanto deseaba tener pronto una fiel mascota que me ayudara en ese ardúo trabajo!

Tras un buen rato llevando las cajas a su correspondiente depósito, decidí descansar un tiempo, ya que me quedaban pocas cajas. Aunque aún era algo joven, a veces bebía un trago de ron. De vez en cuando iba a pescar, como en mis viejos tiempos, antes de permitirme construir esta fabulosa tienda. Me dejaron realizarla porque mis ideas eran estupendas, y decidieron dejarme que trabajara en ella, y que fuera pagándola poco a poco. Por ahora me iba muy bien. Mucha gente ya tenía cuerpo robótico, y otra tanta poderes, e incluso algunos artilugios tecnológicos. Me iba de maravilla. El caso es que, a veces, iba a pescar. De esa forma ejercitaba mi paciencia y me entretenía en vez de llevar cajas y contruir raros aparatos y pociones. Me daban algunas monedas, y si la pesca era buena, una botella de ron que sobraba de algún bar. Era joven, pero las duras experiencias que pasé en mi infancia han hecho endurecer mi mente y que se necesite algo más que una simple botella con una bebida alcohólica para enloquecerme.
Dejé la caja, cerré la puerta, y fui a un armario que tenía escondido, para guardar mis tragos. Cojí una botella, y me dirigí al banco, pensando que no había nadie. Una vez delante, bebí un par de tragos, y miré. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme con ese harapiento yan en mi tienda. Sin duda, había hecho un largo camino para llegar a mi tienda, y me estaba esperando allí, sentado, para pedirme algo. ¿Qué querría pedirme aquél nauseabundo? Una mejora, un producto único? Me estrañaba a mí que con esas pintas pudiera conseguir algo de dinero. Pero pensé; mírate, David Picasso, eras un pobre y sucio niño pescador y ahora eres un buen mercader-inventor, con buenos productos y lo justo de dinero. Así que dejé de pensar en la desgracia de aquel tipo, y le pregunté, ya que era mi trabajo:

- Hola, cordial cliente. ¿Cuál es su deseo en Robotnic? ¿Una encuesta pública, una privada, o una mejora?

El yan no respondió. Me miró fijamente. Movió los hombros, que le crujeron, y volvió a enzarzar su mirada en mis ojos. Sus rojos iris hacían que mi mente se distorsionara. Desde luego, ese cliente era la persona más rara que había visto en mi vida. Ya había oído antes que los yan eran criaturas difíciles y enigmáticas, pero sin duda, este era el caso más extraño que podía existir. Me miró perplejo. Su olor me llegó y hizo que me salieran lágrimas de los ojos. Me volví y estornudé. A continuación, volví a mirarle. Él seguía ahí esperando. Tenía la sensación de que si no repetía pronto mi pregunta, se marcharía. Así que le dije, de nuevo:

- Yan, ¿Cuál es su deseo en Robotnic? ¿Una encuesta pública, una privada, o una mejora?

Aun así, el anciano seguía sin decir ni una sola palabra. Ya me estaba empezando a hartar y enfurecer. El yan seguía ahí, mirándome, extrañado, como si no entendiera ni una palabra de lo que le estaba diciendo. Entonces, ¿para qué había venido, si no me entendía? ¿Y por qué seguía ahí? Cansado del estúpido enigma, abrí la boca para soltar un par de impertinencias, cuando el misterioso personaje se asustó y, antes de que pudiera soltar una sola palabra, balbuceó algo.
No me lo podía creer. Primero no me entendía, y ahora hablaba como si tuviera un pez en la boca. El yan se sobresaltó y gritó otra vez algo que no llegué a comprender. Hablaba de una forma tan rara, que dudaba si era un verdadero idioma o se lo estaba inventando. Entonces, le dije:

- Mire, si ha venido aquí sin saber hablar nuestro idioma, debo decirle que no le podemos atender.

Entonces me acordé de que no me podía entender. Me enfurecí, y supe que no tenía otra opción que ir a buscar un traductor que me permitiera comprenderle. Me acordé de que, en el desierto, un shek escapó, y tenía unas manzanas que permitían entender lo que fuera. Entonces, salí de la tienda, alquilé una caravana de caballos, y me dirigí a toda prisa al desierto, con la esperanza de llegar al amanecer.
Cuando llegué, me encontré una cabaña hecha con trozos de madera y un techo de paja. Sin duda, allí no podía vivir otro que aquél shek. Entré, y lo encontré en una silla de paja, comiendo algo que no pude identificar. Me miró y me dijo:

- ¿Qué deseas, viejo humano?

Estaba tan enloquecido que no sabía si era viejo o si era joven. Yo le respondí, con una sonrisa:

- Soy David Picasso, ¿te acuerdas? Vengo en busca de esas manzanas traductoras. ¿Aún las tienes?

Sí, viejo. Me quedan algunas en algún sitio de esta mansión de lujo. Je, je, je... Están en reposo, en la mesa de al lado de mi mar. Cójelas y vete deprisa. Presiento que una tempestad se acerca al desierto. ¡Corre, huye lo más rápido que puedas!

Miré a su "playa" (un cubo con agua), y vi en su "mesa" (un barreño) un par de manzanas violetas. Cojí una, y me fui rápidamente, advertido de la tempestad.

Llegué al mediodía a la tienda. Dejé el carro y, rápidamente, fui corriendo, esperando que el viaje no hubiera sido en vano. Y allí estaba aún, el yan, esperando. Fui y me comí la manzana. Después, le dije:

- ¡Habla, yan! ¡Ya me has causado bastantes problemas! ¿Qué es lo que quieres?

¡Por fin me comprendió! Me dijo, sobresaltado:

- Mis padres murieron y no sé hablar. Quiero que me hagas algo para que me entiendan y pueda conseguir trabajo. Te daré las cien monedas que tengo ahorradas.

Pegué un brinco, y me dieron ganas de romperlo todo. ¡Acababa de ir al desierto a por eso mismo, y ahora me lo pedía de nuevo, justo cuando había una tempestad! Esto no podía seguir así. Enfadado, salí de la tienda a toda velocidad, de nuevo a por otro carro, y me dirigí otra vez al desierto, esperando llegar a tiempo.
Llegué al anochecer. Recorrí enormes montañas y vastos desiertos, hasta llegar allí. Entré corriendo. El shek estaba profundamente dormido, y su oído ya no era especialmente bueno. Cojí la última manzana y salí a toda prisa.
La tormenta me cogió justo antes de salir del desierto. Por suerte, su fuerza máxima no me llegó a alcanzar, y pude llegar sin mucha dificultad a la tienda. Entré como un rayo, cogí la manzana de mi bolsillo y se la dí al yan. Este se la comió al instante, y me dijo:

- Muchas gracias por tu trabajo. Aquí tienes tus cien monedas.

Me las dio y asentí con la cabeza, encantado. Él se rió malévolamente y desapareció. ¿Qué fue eso? Bueno, ya tenía el ansiado dinero, y eso era lo que importaba.
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