Relatos de Irkan~
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30042012
Relatos de Irkan~
Esta historia fue inspirada por la decadencia del foro, la marcha de Sagan, etc. A ve si lográis encontrar los parecidos.
Introducción: De cómo mi reino perdió la guerra, de los enemigos y de mi historia
Me llamo Aratheo, aunque siempre me han llamado Aras, tengo quince años y también tengo una hermana pequeña, de nueve años, Laira. Soy habitante de Reyas, la capital del condado de Dusberg. Hace tres días, llegaron del sur los Nartienos y tomaron el castillo del conde Artock, de quien no sabemos su estado, aunque creemos que está muerto.
Los Nartienos nos lo están prohibiendo todo, nos roban la cosecha, nos queman las casas... Hay toque de queda, y ya han ahorcado a más de uno que se ha negado a cumplirlo. En la escuela nos dicen que no son malos, que todo lo que hacen es por nuestro bien, pero padre dice que eso es mentira, que a los profesores les han amenazado para que hablen así. Padre sabe mucho sobre guerra. Trabajaba en el castillo, era el jefe de la guardia, pero desde la llegada de los invasores se había tenido que retirar a casa. No entiendo porque ya no lucha.
Hoy, un Nartieno se ha presentado en la plaza del pueblo. Yo nunca había visto uno. Son como nosotros, pero tienen la piel muy viscosa y grisácea. Éste llevaba el pelo muy largo, padre me ha contado que todos lo tienen igual. El Nartieno nos ha leído un pergamino, así me he enterado de que el conde Artock se ha exiliado, pero que le darán caza y volverán con su cabeza.
Al llegar a casa, padre gritaba como un loco. Decía no-sé-qué de los invasores y de que ojalá volviese el soberano, pero yo no entendía nada. En ese momento, me arrepentí de no haberme interesado nunca en la política. Madre miraba a padre preocupada, yo no lo entiendo, es como si fuese malo que hablase, pero al final, ella también ha acabado acusando a los Nartienos.
Cuando los soldados se fueron, salimos de nuestro escondite. El espectáculo me horrorizó. Padre y madre, tendidos sobre el suelo con una mueca de dolor congelada en sus rostros, sus miradas perdidas. Intenté taparle los ojos a Laira, pero ella se empeñaba en ver a nuestros padres. Me dio miedo quedarme, así que salí de casa por la puerta de atrás, arrastrando a mi hermanita, que no se quería ir. Yo aún no he vuelto, pero me han dicho que quemaron la casa. Ahora, mi hermana y yo vivimos en un pequeño solar a las afueras del pueblo y por las noches dormimos entre unas cajas de madera que alguien dejó allí tiradas.
Introducción: De cómo mi reino perdió la guerra, de los enemigos y de mi historia
Me llamo Aratheo, aunque siempre me han llamado Aras, tengo quince años y también tengo una hermana pequeña, de nueve años, Laira. Soy habitante de Reyas, la capital del condado de Dusberg. Hace tres días, llegaron del sur los Nartienos y tomaron el castillo del conde Artock, de quien no sabemos su estado, aunque creemos que está muerto.
Los Nartienos nos lo están prohibiendo todo, nos roban la cosecha, nos queman las casas... Hay toque de queda, y ya han ahorcado a más de uno que se ha negado a cumplirlo. En la escuela nos dicen que no son malos, que todo lo que hacen es por nuestro bien, pero padre dice que eso es mentira, que a los profesores les han amenazado para que hablen así. Padre sabe mucho sobre guerra. Trabajaba en el castillo, era el jefe de la guardia, pero desde la llegada de los invasores se había tenido que retirar a casa. No entiendo porque ya no lucha.
Hoy, un Nartieno se ha presentado en la plaza del pueblo. Yo nunca había visto uno. Son como nosotros, pero tienen la piel muy viscosa y grisácea. Éste llevaba el pelo muy largo, padre me ha contado que todos lo tienen igual. El Nartieno nos ha leído un pergamino, así me he enterado de que el conde Artock se ha exiliado, pero que le darán caza y volverán con su cabeza.
Al llegar a casa, padre gritaba como un loco. Decía no-sé-qué de los invasores y de que ojalá volviese el soberano, pero yo no entendía nada. En ese momento, me arrepentí de no haberme interesado nunca en la política. Madre miraba a padre preocupada, yo no lo entiendo, es como si fuese malo que hablase, pero al final, ella también ha acabado acusando a los Nartienos.
~*~
Escribo este diario para recordar a mis padres. Hace ya una semana desde que el Nartieno anunció el exilio del conde y aún no tenemos noticias de él. Pero eso ya no me importa. Dos soldados se han presentado hoy en casa, madre nos ha mandado escondernos a Laira y a mí, pero yo no veía por qué. Creía que solo venían a por la cosecha. Oí voces, las voces rudas de los soldados, guturales y roncas, y los gritos de padre, que trataba de echar de la casa a los Nartienos. Madre no hablaba. Cuando decidí mirar un poco he visto que madre estaba en el suelo, tendida bocarriba, con un hilillo de sangre saliendo de la comisura de sus labios. Alcé la vista, me lloraban los ojos, pero sabía que no debía gritar si no quería morir también. Vi a padre apuntando a los Nartienos con un rifle (yo ni siquiera sabía que teníamos uno) gritando “¡Gloria a Reyas!” antes de disparar al primer soldado. Cuando estaba apuntando al segundo, éste le atravesó con su lanza.Cuando los soldados se fueron, salimos de nuestro escondite. El espectáculo me horrorizó. Padre y madre, tendidos sobre el suelo con una mueca de dolor congelada en sus rostros, sus miradas perdidas. Intenté taparle los ojos a Laira, pero ella se empeñaba en ver a nuestros padres. Me dio miedo quedarme, así que salí de casa por la puerta de atrás, arrastrando a mi hermanita, que no se quería ir. Yo aún no he vuelto, pero me han dicho que quemaron la casa. Ahora, mi hermana y yo vivimos en un pequeño solar a las afueras del pueblo y por las noches dormimos entre unas cajas de madera que alguien dejó allí tiradas.
Irkan- Señor de la Torre
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Datos
Su personaje es: Irkan d'Ayora, mestizo feérico humano, Archimago (magia telúrica)
Trabaja de: Maestro de la Torre
Pertenece a: UUPSC Miembro #1, CDI Miembro #3
Relatos de Irkan~ :: Comentarios
Re: Relatos de Irkan~
Día IX: De la carta, del sello, del león y de los rebeldes.
Hoy ha llegado una carta. No sabemos quién la envía, no tiene remitente y tampoco sabemos reconocer su sello, un pájaro de largo cuello, abrazando una R contra su pecho y una liana atándole las alas contra la letra. La abrimos. Decía así:
Estimados Aratheo y Laira Darleón,
Escribo esta misiva so pretexto de daros mi más sincero pésame por la desdicha con la que se han topado vuestros padres. También es mi intención desearos suerte y ventura ahora que carecéis de protección. Por último, sea de vuestro saber también que yo, quien os escribe, era un gran admirador de vuestro padre, aparte de buen amigo suyo y, de acuerdo con nuestro propio reglamento, me encuentro en la obligación de daros un techo y un lecho.
Puede que no conozcáis el ejército rebelde, estoy seguro de que vuestro padre mantendría buen secreto de él. Aún así, es hora de que lo conozcáis. Yo soy, por el momento, uno de los líderes rebeldes, ocupando el puesto de vuestro difunto padre. Os ruego que me encontréis en la cabaña abandonada, fuera de las murallas. Salid por la puerta este, que es la más cercana. Allí os esperará una mujer. Acercaos y decidle “Gloria a Reyas”. Ella ya sabrá que hacer.
Y recordad: cada vez que esos salvajes matan, crean nuevos rebeldes sin saberlo. No es vuestro destino servir a esta causa, pero es el único camino que podéis seguir por el momento.
Atte. León
Tuve que leer la carta cuatro veces hasta entenderla bien del todo. Había palabras que nunca me habían enseñado en la escuela. Laira aún está intentando descifrar la intrincada caligrafía. ¿Quién sería León? En ese momento tenía mis dudas, León podría perfectamente ser un Nartieno, aunque es difícil de creer que esos desalmados puedan escribir así de bien en un idioma que no es el suyo. Porque yo les he oído hablar y no hablan como nosotros, sino que tienen un idioma muy rudo y desagradable, como si se hubiesen rasgado la garganta con un cuchillo antes de hablar. Le he explicado en voz baja a mi hermana lo que ponía en la carta, resumiendo mucho y evitando los detalles que recordaban a padre y madre.
-Gloria a Reyas –le dije.
Ella inmediatamente me tapó la boca y me apartó de la luz. Con la otra mano cogió a Laira. Se nos quedó mirando y se quitó la capucha. Tenía los ojos castaños y una melena rubia, recogida a medias en una trenza, con algunos mechones sueltos. Era muy joven, a duras penas cuatro o cinco años mayor que yo.
-¿Habla más bajo, quieres? –me reprochó, en voz baja.
Iba a pedir perdón cuando me indicó silencio poniéndose un dedo sobre los labios y se volvió a poner la capucha.
-Cuando os diga –dijo, agachándose para ponerse a nuestra altura-, corred hacia la puerta.
Se levantó y saltó contra un Nartieno que se acercaba. De debajo de sus mangas salieron dos espadas cortas que clavó en el pecho del soldado, como dos espinas de acero que brotan de una flor que parecía suave y tierna para clavarse en las manos de quien intenta tomarla.
-¡Ahora! –gritó.
Cogí a Laira de la mano y eché a correr a través de la calle. Una vez fuera de las murallas, corrí un poco más y nos escondimos entre unos arbustos. Entonces llegó la chica, parecía que no nos veía. Salí de nuestro escondrijo, con mi hermana aún cogida de mi mano.
Hoy ha llegado una carta. No sabemos quién la envía, no tiene remitente y tampoco sabemos reconocer su sello, un pájaro de largo cuello, abrazando una R contra su pecho y una liana atándole las alas contra la letra. La abrimos. Decía así:
Estimados Aratheo y Laira Darleón,
Escribo esta misiva so pretexto de daros mi más sincero pésame por la desdicha con la que se han topado vuestros padres. También es mi intención desearos suerte y ventura ahora que carecéis de protección. Por último, sea de vuestro saber también que yo, quien os escribe, era un gran admirador de vuestro padre, aparte de buen amigo suyo y, de acuerdo con nuestro propio reglamento, me encuentro en la obligación de daros un techo y un lecho.
Puede que no conozcáis el ejército rebelde, estoy seguro de que vuestro padre mantendría buen secreto de él. Aún así, es hora de que lo conozcáis. Yo soy, por el momento, uno de los líderes rebeldes, ocupando el puesto de vuestro difunto padre. Os ruego que me encontréis en la cabaña abandonada, fuera de las murallas. Salid por la puerta este, que es la más cercana. Allí os esperará una mujer. Acercaos y decidle “Gloria a Reyas”. Ella ya sabrá que hacer.
Y recordad: cada vez que esos salvajes matan, crean nuevos rebeldes sin saberlo. No es vuestro destino servir a esta causa, pero es el único camino que podéis seguir por el momento.
Atte. León
Tuve que leer la carta cuatro veces hasta entenderla bien del todo. Había palabras que nunca me habían enseñado en la escuela. Laira aún está intentando descifrar la intrincada caligrafía. ¿Quién sería León? En ese momento tenía mis dudas, León podría perfectamente ser un Nartieno, aunque es difícil de creer que esos desalmados puedan escribir así de bien en un idioma que no es el suyo. Porque yo les he oído hablar y no hablan como nosotros, sino que tienen un idioma muy rudo y desagradable, como si se hubiesen rasgado la garganta con un cuchillo antes de hablar. Le he explicado en voz baja a mi hermana lo que ponía en la carta, resumiendo mucho y evitando los detalles que recordaban a padre y madre.
~*~
Esta noche hemos ido a la puerta este de la muralla, donde León nos ha citado. Al principio no veía a nadie, la calle estaba aparentemente vacía, pero después me fijé en una silueta en la esquina de una casa. Llevaba una capa de terciopelo rojo, manchada y raída, con una capucha calada hasta los ojos que dejaba ver algunos mechones rubios. Me acerqué a ella.-Gloria a Reyas –le dije.
Ella inmediatamente me tapó la boca y me apartó de la luz. Con la otra mano cogió a Laira. Se nos quedó mirando y se quitó la capucha. Tenía los ojos castaños y una melena rubia, recogida a medias en una trenza, con algunos mechones sueltos. Era muy joven, a duras penas cuatro o cinco años mayor que yo.
-¿Habla más bajo, quieres? –me reprochó, en voz baja.
Iba a pedir perdón cuando me indicó silencio poniéndose un dedo sobre los labios y se volvió a poner la capucha.
-Cuando os diga –dijo, agachándose para ponerse a nuestra altura-, corred hacia la puerta.
Se levantó y saltó contra un Nartieno que se acercaba. De debajo de sus mangas salieron dos espadas cortas que clavó en el pecho del soldado, como dos espinas de acero que brotan de una flor que parecía suave y tierna para clavarse en las manos de quien intenta tomarla.
-¡Ahora! –gritó.
Cogí a Laira de la mano y eché a correr a través de la calle. Una vez fuera de las murallas, corrí un poco más y nos escondimos entre unos arbustos. Entonces llegó la chica, parecía que no nos veía. Salí de nuestro escondrijo, con mi hermana aún cogida de mi mano.
~*~
Ahora escribo desde la cabaña abandonada, que resulta que no está abandonada, sino que los rebeldes lo simulan. La tierra que rodea la pequeña construcción es algo árida, una llanura yerma de la que nacían algunos brotes verdes dispersos aquí y allá. No hay demasiados rebeldes como para llamar la atención, pero cuando hemos hablado con León, que dice que es una especie de nombre en clave para que los Nartienos no sepan quién es, nos ha enseñado una trampilla muy bien disimulada debajo de una cama. Aquí debajo hay multitud de galerías donde los rebeldes duermen, forjan sus armas y demás.Día X: De mí, de mi hermana y de mi pasado.
Por primera vez en más de una semana me he podido asear. Hasta que no me he lavado bien, me ha costado reconocerme, tenía el pelo sucio y largo y la piel mucho más morena. Después he ido a hablar con León. Quiero entrar en el ejército rebelde.
Creía que me aceptaría sin dudarlo, pero se ha mostrado un tanto reacio con la idea.
-No quiero ponerte en peligro –decía-, le prometí a tu padre que os cuidaría, a ti y a tu hermana.
León tiene el pelo largo y negro, los ojos también negros y una cicatriz que va desde su pómulo derecho hasta la comisura de sus labios. Tiene el aspecto de alguien que ha librado muchas batallas, alguien que goza de una experiencia que se valora pero que a veces uno desea no poseer. Le miré a los ojos, frustrado y furioso.
-¡Padre está muerto! –grité, para mi propia sorpresa.
Quería seguir discutiendo, pero el recuerdo de la muerte de mis padres me había dejado la lengua paralizada. Aún así, León sí siguió hablando.
-Cálmate –me dijo-. Eres impulsivo, ahora mismo me apostaría la oreja a que estás pensando en vengar a tus padres –me miró a los ojos, intentando descifrar una mirada que intentaba ser desafiante-. Vete a tu cuarto. Ya hablaremos
La habitación era un pequeño cuarto donde dormía con cuatro rebeldes más, todos ellos mayores que yo. En ese momento estaba vacío porque todos estaban entrenando. Me he puesto a dormir (aquí se duerme en mantas en el suelo, no hay camas). No sé cuánto tiempo ha pasado hasta que León se ha presentado en el cuarto con aspecto de estar cansado y me ha dicho, para mi grata sorpresa, que está dispuesto a aceptarme en el ejército.
Los entrenamientos han sido duros: correr, montar a caballo y también esgrima y tiro con arco y rifle. Las espadas se me dan bastante bien, pero los rifles se me resisten, de treinta tiros que he disparado hoy, solo he tocado la diana siete veces. Me dicen que para ser mi primera vez no está mal. Esgrima me ha enseñado Alaya, que es la mejor espadachina del ejército. Yo no sé si algún día lograré moverme como ella, siempre con sus dos espadas (aunque conmigo practicamos con una sola). No he podido evitar preguntarle quién le enseñó. La respuesta me ha sorprendido:
-Me enseñó tu padre, Aras. Era un gran guerrero –se quedó pensativa, parecía que estuviese evocando algún recuerdo.
León ya me había comentado que padre era un líder rebelde, pero yo no sabía que también era esgrimista, y de los mejores. Muchos rebeldes habían recibido clases suyas al llegar al ejército, pero ninguno de ellos alcanzaba el nivel de mi joven maestra. Le he preguntado a Alaya un poco más sobre mi padre, debo reconocer que me siento intrigado pese a la tristeza que nubla su recuerdo, pero no me ha querido contar más. Creo que le preguntaré a León, pero tal vez más adelante.
Por primera vez en más de una semana me he podido asear. Hasta que no me he lavado bien, me ha costado reconocerme, tenía el pelo sucio y largo y la piel mucho más morena. Después he ido a hablar con León. Quiero entrar en el ejército rebelde.
Creía que me aceptaría sin dudarlo, pero se ha mostrado un tanto reacio con la idea.
-No quiero ponerte en peligro –decía-, le prometí a tu padre que os cuidaría, a ti y a tu hermana.
León tiene el pelo largo y negro, los ojos también negros y una cicatriz que va desde su pómulo derecho hasta la comisura de sus labios. Tiene el aspecto de alguien que ha librado muchas batallas, alguien que goza de una experiencia que se valora pero que a veces uno desea no poseer. Le miré a los ojos, frustrado y furioso.
-¡Padre está muerto! –grité, para mi propia sorpresa.
Quería seguir discutiendo, pero el recuerdo de la muerte de mis padres me había dejado la lengua paralizada. Aún así, León sí siguió hablando.
-Cálmate –me dijo-. Eres impulsivo, ahora mismo me apostaría la oreja a que estás pensando en vengar a tus padres –me miró a los ojos, intentando descifrar una mirada que intentaba ser desafiante-. Vete a tu cuarto. Ya hablaremos
La habitación era un pequeño cuarto donde dormía con cuatro rebeldes más, todos ellos mayores que yo. En ese momento estaba vacío porque todos estaban entrenando. Me he puesto a dormir (aquí se duerme en mantas en el suelo, no hay camas). No sé cuánto tiempo ha pasado hasta que León se ha presentado en el cuarto con aspecto de estar cansado y me ha dicho, para mi grata sorpresa, que está dispuesto a aceptarme en el ejército.
~*~
He empezado a entrenar esta misma tarde. Cuando he llegado al campo de entrenamiento, todos me miraban. Yo no entendía por qué, pero no le di importancia. En ese momento, a mí me preocupaba más entrenar para poder vengar a padre y madre. A Laira no la han dejado entrenar porque es joven, la han mandado con las demás mujeres que no quieren pelear. Pero no todas las mujeres de aquí se limitan a esperar, hay algunas muchachas muy talentosas en la esgrima o el tiro, como Alaya, la mujer que nos recogió ayer, que se ha ofrecido para ser mi mentora.Los entrenamientos han sido duros: correr, montar a caballo y también esgrima y tiro con arco y rifle. Las espadas se me dan bastante bien, pero los rifles se me resisten, de treinta tiros que he disparado hoy, solo he tocado la diana siete veces. Me dicen que para ser mi primera vez no está mal. Esgrima me ha enseñado Alaya, que es la mejor espadachina del ejército. Yo no sé si algún día lograré moverme como ella, siempre con sus dos espadas (aunque conmigo practicamos con una sola). No he podido evitar preguntarle quién le enseñó. La respuesta me ha sorprendido:
-Me enseñó tu padre, Aras. Era un gran guerrero –se quedó pensativa, parecía que estuviese evocando algún recuerdo.
León ya me había comentado que padre era un líder rebelde, pero yo no sabía que también era esgrimista, y de los mejores. Muchos rebeldes habían recibido clases suyas al llegar al ejército, pero ninguno de ellos alcanzaba el nivel de mi joven maestra. Le he preguntado a Alaya un poco más sobre mi padre, debo reconocer que me siento intrigado pese a la tristeza que nubla su recuerdo, pero no me ha querido contar más. Creo que le preguntaré a León, pero tal vez más adelante.
Cuando volvía a la cabaña me topé con Laira y con otra chica de su edad a quien no había visto nunca. Tenía el pelo castaño y rizado recogido en una cola sobre su cabeza, la piel morena y los ojos color chocolate. Llevaba muñequeras de cuero, a lo mejor también entrenaba, no sabría decirlo. Laira se me acercó, muy emocionada y me presentó a quien la acompañaba. Resultó ser una prima nuestra.
-¿Nuestra prima? –le pregunté, incrédulo.
-¿Sabías que madre tenía una hermana que también estaba en el ejército? –siguió ella.
-¡Por supuesto que no!
-Anya, mi hermano Aras –siguió ella, ignorándome completamente.
Anya no parecía muy dispuesta a hablar. Alzaba la barbilla con orgullo, aunque parecía mostrarse algo tímida ante mí.
-¿Eres…? –empezó entonces, para mi sorpresa- ¿Eres el heredero de León?
La pregunta me pilló desprevenido. Yo soy el heredero de Enharl, mi padre, pero… ¿de León? Poco más de un día hacía que le conocía.
-León no es mi padre –respondí con firmeza.
Anya se echó a reír, sin hacer ruido apenas, sin burla, pero yo no entendía qué era tan divertido. Laira también estaba algo atónita, parece que ninguno de los dos entendió bien la pregunta.
-No, tonto –siguió Anya-, éste León no. ¿Acaso no sabes que tomó el apodo de tu padre? León, tu padre, era el antiguo líder del ejército rebelde. ¡Él lo fundó, Aras! Por eso todos te miran diferente, porque te respetan.
Aquello sí que me dejó sin palabras. ¿Padre, el creador del ejército rebelde? Y yo que creía que me miraban diferente por ser nuevo. Miré a mi hermana, que también se había quedado con la misma expresión que yo, sin saber bien cómo reaccionar ante aquella noticia. Si padre era León, el creador del ejército, yo, su hijo mayor, soy el heredero… Lo cual conlleva ciertas responsabilidades que por el momento deseo eludir. Fingiré que nadie me ha dicho nada.
-¿Nuestra prima? –le pregunté, incrédulo.
-¿Sabías que madre tenía una hermana que también estaba en el ejército? –siguió ella.
-¡Por supuesto que no!
-Anya, mi hermano Aras –siguió ella, ignorándome completamente.
Anya no parecía muy dispuesta a hablar. Alzaba la barbilla con orgullo, aunque parecía mostrarse algo tímida ante mí.
-¿Eres…? –empezó entonces, para mi sorpresa- ¿Eres el heredero de León?
La pregunta me pilló desprevenido. Yo soy el heredero de Enharl, mi padre, pero… ¿de León? Poco más de un día hacía que le conocía.
-León no es mi padre –respondí con firmeza.
Anya se echó a reír, sin hacer ruido apenas, sin burla, pero yo no entendía qué era tan divertido. Laira también estaba algo atónita, parece que ninguno de los dos entendió bien la pregunta.
-No, tonto –siguió Anya-, éste León no. ¿Acaso no sabes que tomó el apodo de tu padre? León, tu padre, era el antiguo líder del ejército rebelde. ¡Él lo fundó, Aras! Por eso todos te miran diferente, porque te respetan.
Aquello sí que me dejó sin palabras. ¿Padre, el creador del ejército rebelde? Y yo que creía que me miraban diferente por ser nuevo. Miré a mi hermana, que también se había quedado con la misma expresión que yo, sin saber bien cómo reaccionar ante aquella noticia. Si padre era León, el creador del ejército, yo, su hijo mayor, soy el heredero… Lo cual conlleva ciertas responsabilidades que por el momento deseo eludir. Fingiré que nadie me ha dicho nada.
Día XX: De la incursión, del botín y de cómo me convierto en héroe.
Llevo ya diez días sin escribir en este diario por falta de tiempo. Los entrenamientos son duros, y aunque sigo mejorando en la esgrima, sigo sin acertar un solo disparo, sea de flecha o de bala. Paso casi todo el día cerca del lago Rirk, a media hora de camino al oeste de Reyas, que es donde entrenamos, y llego a la cabaña tan cansado que cuando me dejo caer sobre el colchón me duermo enseguida. Después por la mañana nos levantamos todos temprano para ir al lago de nuevo. Aún así, hoy puedo escribir porque no me han dejado entrenar, tengo la pierna rota, y por eso puedo escribir. ¿Cómo me rompí la pierna?
Fue ayer bien entrada la noche cuando los rebeldes organizaron una pequeña incursión en el castillo para recuperar unos archivos de vital importancia para la supervivencia del ejército, que se agrandaba día a día. Quince hombres y mujeres fueron a la expedición, a la cabeza, no León, como esperaba, sino Alaya, con su característica capa roja y sus botas de caña alta. Yo fui con ellos, aún no sé cómo llegué a formar parte del grupo. Y qué sorpresa la mía cuando vi a Anya entre los demás integrantes del grupo, hablando en voz baja con Alaya. Anya se mostraba completamente distinta a como la vi el otro día, con una simple coleta y ropa de calle. Pese a conservar sus muñequeras, su aspecto había cambiado completamente, llevando ahora el pelo recogido en una gruesa trenza, ropa ceñida que denotaba sus contornos aún infantiles, y dos líneas negras pintadas bajo sus ojos, en los pómulos. Su mirada transmitía una fiereza impactante.
-¡Gloria a Reyas! –gritó Anya, alzando el puño, y todos la corearon.
Yo también la coreé con vigor, pero no pude evitar fijarme en unas marcas negras en el dorso de su mano derecha, la que había levantado. Llevaba el dibujo de un león corriendo con un pájaro volando sobre éste. León me lo había explicado en uno de los entrenamientos, eran los dos líderes rebeldes: León e Ibis. Se veían en secreto cada cierto tiempo, ocultando su identidad tras máscaras, para trazar planes contra los Nartienos. Todos conocíamos a León, pero nadie sabía quién era Ibis.
Tomé con fuerza la empuñadura del florete que llevaba atado al cinto, un arma sencilla, pero la creía suficiente, inocente de mí, que no sabía con qué podría llegar a enfrentarme. Partimos. El castillo se recortaba a lo lejos contra el firmamento oscuro, la luna nueva se encargaría de cubrir nuestras figuras mientras nos adentrábamos en la fortaleza. Antes de llegar a las murallas de la ciudad, Alaya, que iba al frente, cambió bruscamente de dirección. Todos se mostraron sorprendidos, parecía que nadie era conocedor de esa parte del plan, pero siguieron a la joven con fe inquebrantable. Eché un último vistazo al castillo antes de adentrarme en un agujero al borde de la muralla, rodeado de arbustos que lo disimulaban.
Después de caminar largo rato por pasadizos escarbados en tierra, con arcadas hechas de nada más que raíces, alumbrados por la tenue luz de la antorcha que sostenía Alaya, el grupo frenó en seco. Vi que el resplandor de la antorcha se apagaba con un soplido de Alaya, pero la luz no se desvaneció por completo, sino que un ligero brillo me permitía seguir viendo las siluetas inmóviles del grupo. Se oyó un ligero crujido y llegó a mis ojos aún más luz y, aunque seguía siendo poca, pude comprobar que habíamos llegado a una estancia completamente vacía, excepto por una butaca, un tapiz y un candelabro, que sostenía la vela que alumbraba la sala. Al entrar en la habitación, contuve la respiración un momento al ver que había un hombre sentado en la butaca. Pero suspiré aliviado en cuanto reconocí sus rasgos. León.
-Bien, por fin llegáis –dijo éste, seriamente.
Poco a poco fui comprendiendo los entresijos del plan de asalto. León se había adelantado para hacer guardia en la desembocadura del pasadizo, manteniendo la vela encendida para dejar claro que no había peligro. Alaya simuló llevarnos hasta el castillo para evitar que nadie dijese nada, pero se desvió hacia el pasadizo. Y allí estábamos.
Llevo ya diez días sin escribir en este diario por falta de tiempo. Los entrenamientos son duros, y aunque sigo mejorando en la esgrima, sigo sin acertar un solo disparo, sea de flecha o de bala. Paso casi todo el día cerca del lago Rirk, a media hora de camino al oeste de Reyas, que es donde entrenamos, y llego a la cabaña tan cansado que cuando me dejo caer sobre el colchón me duermo enseguida. Después por la mañana nos levantamos todos temprano para ir al lago de nuevo. Aún así, hoy puedo escribir porque no me han dejado entrenar, tengo la pierna rota, y por eso puedo escribir. ¿Cómo me rompí la pierna?
Fue ayer bien entrada la noche cuando los rebeldes organizaron una pequeña incursión en el castillo para recuperar unos archivos de vital importancia para la supervivencia del ejército, que se agrandaba día a día. Quince hombres y mujeres fueron a la expedición, a la cabeza, no León, como esperaba, sino Alaya, con su característica capa roja y sus botas de caña alta. Yo fui con ellos, aún no sé cómo llegué a formar parte del grupo. Y qué sorpresa la mía cuando vi a Anya entre los demás integrantes del grupo, hablando en voz baja con Alaya. Anya se mostraba completamente distinta a como la vi el otro día, con una simple coleta y ropa de calle. Pese a conservar sus muñequeras, su aspecto había cambiado completamente, llevando ahora el pelo recogido en una gruesa trenza, ropa ceñida que denotaba sus contornos aún infantiles, y dos líneas negras pintadas bajo sus ojos, en los pómulos. Su mirada transmitía una fiereza impactante.
-¡Gloria a Reyas! –gritó Anya, alzando el puño, y todos la corearon.
Yo también la coreé con vigor, pero no pude evitar fijarme en unas marcas negras en el dorso de su mano derecha, la que había levantado. Llevaba el dibujo de un león corriendo con un pájaro volando sobre éste. León me lo había explicado en uno de los entrenamientos, eran los dos líderes rebeldes: León e Ibis. Se veían en secreto cada cierto tiempo, ocultando su identidad tras máscaras, para trazar planes contra los Nartienos. Todos conocíamos a León, pero nadie sabía quién era Ibis.
Tomé con fuerza la empuñadura del florete que llevaba atado al cinto, un arma sencilla, pero la creía suficiente, inocente de mí, que no sabía con qué podría llegar a enfrentarme. Partimos. El castillo se recortaba a lo lejos contra el firmamento oscuro, la luna nueva se encargaría de cubrir nuestras figuras mientras nos adentrábamos en la fortaleza. Antes de llegar a las murallas de la ciudad, Alaya, que iba al frente, cambió bruscamente de dirección. Todos se mostraron sorprendidos, parecía que nadie era conocedor de esa parte del plan, pero siguieron a la joven con fe inquebrantable. Eché un último vistazo al castillo antes de adentrarme en un agujero al borde de la muralla, rodeado de arbustos que lo disimulaban.
Después de caminar largo rato por pasadizos escarbados en tierra, con arcadas hechas de nada más que raíces, alumbrados por la tenue luz de la antorcha que sostenía Alaya, el grupo frenó en seco. Vi que el resplandor de la antorcha se apagaba con un soplido de Alaya, pero la luz no se desvaneció por completo, sino que un ligero brillo me permitía seguir viendo las siluetas inmóviles del grupo. Se oyó un ligero crujido y llegó a mis ojos aún más luz y, aunque seguía siendo poca, pude comprobar que habíamos llegado a una estancia completamente vacía, excepto por una butaca, un tapiz y un candelabro, que sostenía la vela que alumbraba la sala. Al entrar en la habitación, contuve la respiración un momento al ver que había un hombre sentado en la butaca. Pero suspiré aliviado en cuanto reconocí sus rasgos. León.
-Bien, por fin llegáis –dijo éste, seriamente.
Poco a poco fui comprendiendo los entresijos del plan de asalto. León se había adelantado para hacer guardia en la desembocadura del pasadizo, manteniendo la vela encendida para dejar claro que no había peligro. Alaya simuló llevarnos hasta el castillo para evitar que nadie dijese nada, pero se desvió hacia el pasadizo. Y allí estábamos.
León apagó entonces la vela. Poco a poco fuimos saliendo de la sala. Me sorprendió la poca actividad que había en el castillo, aunque supongo que es por ello por lo que a los Nartienos les llaman los Dormidos, seres que se mueven con extremas lentitud y pereza, holgazanes y aun así fieros en la batalla. De vez en cuando nos teníamos que ocultar en alguna sala o algún rincón para evitar ser vistos, pero por lo general resultó hasta insulsa la facilidad con la que recorrimos el castillo, guiados por Alaya, que se lo conoce como la palma de su mano. Llegamos a una gran sala, con estanterías, cajones y escritorios por todas partes. Parecía como si antes hubiese estado todo ordenado, pero ahora todo estaba movido, las mesas tumbadas o torcidas, alguna que otra estantería caída y cajones arrancados de su lugar y dejados caer por el suelo. Había papeles por todas partes, rasgados, manchados… o intactos, como uno que había sobre el único escritorio que disfrutaba de un estado decente.
-Salvajes… -murmuró Alaya, con desprecio y reproche en su voz.
-Panda de bastardos, malditos bárbaros… -se quejaba también Anya, apretando con fuerza el puño tatuado.
León se acercó con cuidado al papel en perfecto estado. Había una retahíla de nombres, de ciudades, de pueblos e incluso de reinos, la mayoría de ellos tachados con una cruz. Había alguna que otra anotación a los márgenes, escrita en ese idioma tan tosco de los Nartienos. León enrolló el papel y lo metió en una funda que llevaba atada a la espalda.
Entrar había sido fácil, pero la salida fue un desastre. A la puerta de la biblioteca, o lo que quiera que fuese la sala de la que veníamos, nos esperaba un grupo de diez Nartienos, armados con hachas y mazas tan grandes como yo mismo. Cuando se lanzaron contra nosotros, no tuvimos otro remedio que defendernos, pues no podíamos huir de ninguna manera. Yo logré hundir mi florete en las carnes de uno, cosa que me produjo cierta repugnancia, pero mi espada se quebró al intentar detener el hachazo de otro soldado. A partir de entonces me limité a esquivar ataques, pues no podía atacar. Los Dormidos atacan lentos, como sin ganas, pero son unas completas bestias, sus golpes son letales en la mayoría de los casos. Vi a lo lejos a Alaya, que había acabado con tres soldados ella sola y que se batía contra otro, blandiendo con elegancia sus dos espadas. De repente, un Nartieno se levantó a sus espaldas, parecía que no le habían acertado de lleno en el corazón, sino que tenía una herida abierta cerca del hombro. Levantó sobre su cabeza un enorme mazo, listo para descargarlo sobre Alaya. Sin darme cuenta, ya estaba saltando hacia mi mentora, apartándola de la trayectoria del mazo y recibiendo el impacto por ella. Se oyó un crujido muy desagradable y sentí un dolor agudo en la rodilla. Perdí el sentido.
-Dejadnos solos –pidió, con ese tono solemne que la caracteriza.
Laira y Anya marcharon de la sala, mirándome recelosas. Al final me quedé a solas con la joven, tendido sobre el suelo sobre un colchón desgastado. No había más muebles en la habitación, que era posiblemente una de las más austeras de toda la cabaña. Tras dejar vagar mis ojos por la estancia, miré a Alaya.
-Salvajes… -murmuró Alaya, con desprecio y reproche en su voz.
-Panda de bastardos, malditos bárbaros… -se quejaba también Anya, apretando con fuerza el puño tatuado.
León se acercó con cuidado al papel en perfecto estado. Había una retahíla de nombres, de ciudades, de pueblos e incluso de reinos, la mayoría de ellos tachados con una cruz. Había alguna que otra anotación a los márgenes, escrita en ese idioma tan tosco de los Nartienos. León enrolló el papel y lo metió en una funda que llevaba atada a la espalda.
Entrar había sido fácil, pero la salida fue un desastre. A la puerta de la biblioteca, o lo que quiera que fuese la sala de la que veníamos, nos esperaba un grupo de diez Nartienos, armados con hachas y mazas tan grandes como yo mismo. Cuando se lanzaron contra nosotros, no tuvimos otro remedio que defendernos, pues no podíamos huir de ninguna manera. Yo logré hundir mi florete en las carnes de uno, cosa que me produjo cierta repugnancia, pero mi espada se quebró al intentar detener el hachazo de otro soldado. A partir de entonces me limité a esquivar ataques, pues no podía atacar. Los Dormidos atacan lentos, como sin ganas, pero son unas completas bestias, sus golpes son letales en la mayoría de los casos. Vi a lo lejos a Alaya, que había acabado con tres soldados ella sola y que se batía contra otro, blandiendo con elegancia sus dos espadas. De repente, un Nartieno se levantó a sus espaldas, parecía que no le habían acertado de lleno en el corazón, sino que tenía una herida abierta cerca del hombro. Levantó sobre su cabeza un enorme mazo, listo para descargarlo sobre Alaya. Sin darme cuenta, ya estaba saltando hacia mi mentora, apartándola de la trayectoria del mazo y recibiendo el impacto por ella. Se oyó un crujido muy desagradable y sentí un dolor agudo en la rodilla. Perdí el sentido.
~*~
Me he despertado esta mañana, no sé ni siquiera cómo salí del castillo, pero no le di mucha importancia. Vi que mi hermana y Anya estaban a mi lado, mirándome con la preocupación pintada en sus rostros. Me fijé en que la nueva amiga de mi hermana volvía a llevar el pelo recogido en parte en una coleta y que se había borrado las marcas de la cara. Cuando miré a las chicas, confuso, Anya se levantó de un salto y fue a llamar a Alaya. Ésta llegó a la habitación casi al instante.-Dejadnos solos –pidió, con ese tono solemne que la caracteriza.
Laira y Anya marcharon de la sala, mirándome recelosas. Al final me quedé a solas con la joven, tendido sobre el suelo sobre un colchón desgastado. No había más muebles en la habitación, que era posiblemente una de las más austeras de toda la cabaña. Tras dejar vagar mis ojos por la estancia, miré a Alaya.
-Gracias –me dijo, solamente. Hizo una larga pausa y prosiguió-. Gracias por salvarme anoche. Yo… bueno, no sabes lo mucho que hiciste por... mí ayer. Bien –parecía que le costaba un poco encontrar las palabras adecuadas, y el muro de dureza y altivez de que se rodeaba parecía desmoronarse-, te he traído un… obsequio.
De entre los pliegues de su capa extrajo una caja estrecha y alargada, de más de un metro sin duda. Me la entregó. Al abrirla me encontré frente a una preciosa espada, con una empuñadura dorada en forma de león corriendo, de las fauces del cual surgía una hoja plateada que se estrechaba al final, curvándose ligeramente hacia arriba. En la parte más cercana a la cruz de la empuñadura había escrita una frase en un idioma que desconozco: Neris yedenearu asdie argo kera'nite'viz umafruzha kerem id.
-Era de tu padre… –prosiguió Alaya, sacándome de mi ensimismamiento en la escritura.
-¿Qué significa esto? –pregunté de repente.
-¿Qué? –preguntó Alaya a su vez, que se había quedado con la mirada perdida y que ahora me contemplaba con ojos inquisitivos y confusos, pidiendo una explicación.
-¿Qué significa esto? –repetí, señalando la inscripción.
-Esto… pues no lo sé –dijo-. Es el idioma que se hablaba antiguamente en Reyas, quedan muy pocos hablantes –le quitó importancia con un gesto de la mano y siguió con la frase que había empezado antes-. Ésta… ésta es la espada de León, de León tu padre, quiero decir. Él la blandió en su día y bueno, como agradecimiento… –empujó la espada un poco más hacia mí- Tómala.
Mi mano se cerró en torno a la empuñadura casi sin yo quererlo, pesando el arma que me acababa de ser dada. Me la he quedado, por supuesto. En realidad, llevo todo el día con ella al lado de la cama improvisada sobre la que estoy. Alaya me ha pedido que no la enseñe demasiado, pero como ahora aún no hay nadie en la cabaña, no me preocupa mucho. En un par de días espero poder volver a entrenar con los demás, pero hasta entonces, no tengo otra que descansar.
De entre los pliegues de su capa extrajo una caja estrecha y alargada, de más de un metro sin duda. Me la entregó. Al abrirla me encontré frente a una preciosa espada, con una empuñadura dorada en forma de león corriendo, de las fauces del cual surgía una hoja plateada que se estrechaba al final, curvándose ligeramente hacia arriba. En la parte más cercana a la cruz de la empuñadura había escrita una frase en un idioma que desconozco: Neris yedenearu asdie argo kera'nite'viz umafruzha kerem id.
-Era de tu padre… –prosiguió Alaya, sacándome de mi ensimismamiento en la escritura.
-¿Qué significa esto? –pregunté de repente.
-¿Qué? –preguntó Alaya a su vez, que se había quedado con la mirada perdida y que ahora me contemplaba con ojos inquisitivos y confusos, pidiendo una explicación.
-¿Qué significa esto? –repetí, señalando la inscripción.
-Esto… pues no lo sé –dijo-. Es el idioma que se hablaba antiguamente en Reyas, quedan muy pocos hablantes –le quitó importancia con un gesto de la mano y siguió con la frase que había empezado antes-. Ésta… ésta es la espada de León, de León tu padre, quiero decir. Él la blandió en su día y bueno, como agradecimiento… –empujó la espada un poco más hacia mí- Tómala.
Mi mano se cerró en torno a la empuñadura casi sin yo quererlo, pesando el arma que me acababa de ser dada. Me la he quedado, por supuesto. En realidad, llevo todo el día con ella al lado de la cama improvisada sobre la que estoy. Alaya me ha pedido que no la enseñe demasiado, pero como ahora aún no hay nadie en la cabaña, no me preocupa mucho. En un par de días espero poder volver a entrenar con los demás, pero hasta entonces, no tengo otra que descansar.
Día XXII: De los Dormidos, de los rumores y de sus consecuencias
Dos eran los días que llevaba guardando cama, con la pierna completamente inmovilizada por un par de listones atados firmemente contra mi rodilla. He tratado de colarme en el entrenamiento esta mañana, pero el desasosiego, el desespero y la decepción me han invadido por completo cuando, en un intento de ponerme en pie para ir al Rirk, he caído al suelo en redondo al apoyarme sobre mi pierna mala. Pero eso no ha sido lo peor que ha pasado hoy.
Era mediodía cuando me puse a leer lo que llevaba escrito de diario. Sé que no es mucho, pero me ayuda a recordar por qué estoy luchando. Entonces, he oído un ruido como de pasos. No podía esconderme tal y como estaba mi pierna, suficientemente claro ha quedado esta mañana, por lo que esperé allí, sentado, con el diario en las manos y la espada de mi padre escondida bajo el colchón sobre el que descansaba, con la empuñadura asomando tímidamente entre los pliegues de la sábana para brindarme una mínima posibilidad de defensa en el caso de que fuese atacado. Los pasos sonaban cada vez más cerca, y aguanté la respiración e intenté calmarme para evitar que los intrusos reparasen en mi presencia. Pero no fue así. El crujir de los tablones que conformaban el suelo frenó en seco justo frente a la puerta de mi habitación. Aguanté aún más la respiración, si es que era posible, y fijé mi mirada en la puerta, esperando ver entrar a un par de Nartienos que habieran descubierto el paradero de la base rebelde.
La puerta se abrió. Aparecieron dos siluetas anchas de espaldas aunque de cintura estrecha, imponentes, ambas cubiertas con una capa negra y una capucha que ocultaba su rostro entre jirones de tela y penumbra. Por sus andares ligeros y las armas que llevaban, una especie de florete con la punta más ancha, descubrí que no eran Nartienos, pero tampoco llegaba a adivinar si eran humanos. Se me acercaron, sigilosos, solo delatados por el crujir de la madera bajo sus pies. Sentí de repente un sudor frío en la frente y los dos encapuchados se colocaron frente a mí. Uno de ellos desenvainó su florete, dejando claras sus intenciones, e, instintivamente, levanté mi propia espada para detener la arremetida de la hoja.
Una arremetida que nunca llegó a suceder. Oí de repente un silbido agudo e inmediatamente vi una flecha que asomaba del pecho de mi atacante. El otro no corrió mejor suerte. Cayeron ambos al suelo como dos pesos muertos, entre siseos ahogados. Ahogué una exclamación cuando la capucha del que se había adelantado cayó hacia atrás, dejando al descubierto casi todo su rostro. Era un ser de piel rugosa y grisácea, con largas escamas muy finas y flexibles a modo de cabello. Sus ojos eran pequeños y almendrados, sin pestañas, completamente amarillos excepto por una pupila alargada y delgada. En los pómulos destacaban tres pinchos blancuzcos, casi imperceptibles. Sus manos también asomaron por entre los pliegues de las mangas. Tenían solo cuatro dedos largos y delgados. Su pulgar era igual de largo que los demás dedos, eso me llamó mucho la atención. Además, carecían de uñas.
En ese preciso momento entraron por la puerta de mi cuarto Laira y Anya, jadeando, que contemplaron los dos seres que había en el suelo con una mezcla de sorpresa, horror y asco. Justo después llegó Alaya, también jadeando. Frenó en seco cuando vio la cara del cadáver y musitó:
-Sishts…
-¿Qué? –preguntamos todos a la vez.
-Sishts –repitió-. Hombres lagarto –tiró de la capucha del segundo cadáver, que presentaba un tono violáceo- y mujeres lagarto.
Alaya comenzó a buscar entre los pliegues de las capa de ambos casi con desesperación hasta que finalmente, con gesto triunfante extrajo un pedazo de papel. Todos nos acercamos para verlo. Sobre el pergamino había un conjunto de líneas sinuosas, no entendía que podría significar una simple línea, pero Alaya la contemplaba con los ojos entrecerrados, concentrada, con un brillo frustrado en su mirada castaña.
-Está en la lengua de los Sishts… -murmuró, hundida.
Dos eran los días que llevaba guardando cama, con la pierna completamente inmovilizada por un par de listones atados firmemente contra mi rodilla. He tratado de colarme en el entrenamiento esta mañana, pero el desasosiego, el desespero y la decepción me han invadido por completo cuando, en un intento de ponerme en pie para ir al Rirk, he caído al suelo en redondo al apoyarme sobre mi pierna mala. Pero eso no ha sido lo peor que ha pasado hoy.
Era mediodía cuando me puse a leer lo que llevaba escrito de diario. Sé que no es mucho, pero me ayuda a recordar por qué estoy luchando. Entonces, he oído un ruido como de pasos. No podía esconderme tal y como estaba mi pierna, suficientemente claro ha quedado esta mañana, por lo que esperé allí, sentado, con el diario en las manos y la espada de mi padre escondida bajo el colchón sobre el que descansaba, con la empuñadura asomando tímidamente entre los pliegues de la sábana para brindarme una mínima posibilidad de defensa en el caso de que fuese atacado. Los pasos sonaban cada vez más cerca, y aguanté la respiración e intenté calmarme para evitar que los intrusos reparasen en mi presencia. Pero no fue así. El crujir de los tablones que conformaban el suelo frenó en seco justo frente a la puerta de mi habitación. Aguanté aún más la respiración, si es que era posible, y fijé mi mirada en la puerta, esperando ver entrar a un par de Nartienos que habieran descubierto el paradero de la base rebelde.
La puerta se abrió. Aparecieron dos siluetas anchas de espaldas aunque de cintura estrecha, imponentes, ambas cubiertas con una capa negra y una capucha que ocultaba su rostro entre jirones de tela y penumbra. Por sus andares ligeros y las armas que llevaban, una especie de florete con la punta más ancha, descubrí que no eran Nartienos, pero tampoco llegaba a adivinar si eran humanos. Se me acercaron, sigilosos, solo delatados por el crujir de la madera bajo sus pies. Sentí de repente un sudor frío en la frente y los dos encapuchados se colocaron frente a mí. Uno de ellos desenvainó su florete, dejando claras sus intenciones, e, instintivamente, levanté mi propia espada para detener la arremetida de la hoja.
Una arremetida que nunca llegó a suceder. Oí de repente un silbido agudo e inmediatamente vi una flecha que asomaba del pecho de mi atacante. El otro no corrió mejor suerte. Cayeron ambos al suelo como dos pesos muertos, entre siseos ahogados. Ahogué una exclamación cuando la capucha del que se había adelantado cayó hacia atrás, dejando al descubierto casi todo su rostro. Era un ser de piel rugosa y grisácea, con largas escamas muy finas y flexibles a modo de cabello. Sus ojos eran pequeños y almendrados, sin pestañas, completamente amarillos excepto por una pupila alargada y delgada. En los pómulos destacaban tres pinchos blancuzcos, casi imperceptibles. Sus manos también asomaron por entre los pliegues de las mangas. Tenían solo cuatro dedos largos y delgados. Su pulgar era igual de largo que los demás dedos, eso me llamó mucho la atención. Además, carecían de uñas.
En ese preciso momento entraron por la puerta de mi cuarto Laira y Anya, jadeando, que contemplaron los dos seres que había en el suelo con una mezcla de sorpresa, horror y asco. Justo después llegó Alaya, también jadeando. Frenó en seco cuando vio la cara del cadáver y musitó:
-Sishts…
-¿Qué? –preguntamos todos a la vez.
-Sishts –repitió-. Hombres lagarto –tiró de la capucha del segundo cadáver, que presentaba un tono violáceo- y mujeres lagarto.
Alaya comenzó a buscar entre los pliegues de las capa de ambos casi con desesperación hasta que finalmente, con gesto triunfante extrajo un pedazo de papel. Todos nos acercamos para verlo. Sobre el pergamino había un conjunto de líneas sinuosas, no entendía que podría significar una simple línea, pero Alaya la contemplaba con los ojos entrecerrados, concentrada, con un brillo frustrado en su mirada castaña.
-Está en la lengua de los Sishts… -murmuró, hundida.
Alaya lleva todo el día buscando en nuestra pequeña biblioteca formada de libros robados de palacio y traídos de las casas de los rebeldes. León, por su lado, está intentando descubrir qué hacían aquí unos hombres lagarto. Me ha explicado que vienen de muy al sur, donde el clima es más cálido. Lo único que nos separa de ellos es el territorio de los Nartienos.
-¿Y si…? –empecé a preguntar, pero callé para pensar mejor en lo que se me había ocurrido.
Me rondaba por la cabeza una descabellada idea, aunque cada vez que pensaba en ella me parecía más razonable. Habiendo invadido nuestro reino, justo al norte de su territorio, ¿por qué no invadirían las tierras del sur? O lo que más me temía ¿habrían pactado ambos territorios? Lo pensé. Los Sishts, criaturas ágiles y sigilosas, aliados con los Nartienos, seres fuertes pero lentos; una alianza muy fructuosa para ambas partes, pues tanto Sishts como Nartienos ganarían tierras sin perder ninguno de sus territorios. Retomé mi pregunta:
-¿Y si se hubiesen aliado?
León giró la cabeza hacia mí, parecía mirarme como si me creyese loco, escéptico, pero en el fondo sabía que había dado en el clavo, cosa que una voz suave confirmó a mi espalda.
-Está claro que sí –irrumpió Alaya en la sala, muy exaltada. Sacó de su capa un papel y se lo tendió a León-. La traducción es lo más exacta posible, carecemos de buenos métodos, pero es fiable, señor.
León hizo amago de esconder una mueca de preocupación y me tendió el papel. Las palabras me sentaron como un guantazo:
“Los rumores dicen que el hijo de León está vivo. Matadle”
-¿Y si…? –empecé a preguntar, pero callé para pensar mejor en lo que se me había ocurrido.
Me rondaba por la cabeza una descabellada idea, aunque cada vez que pensaba en ella me parecía más razonable. Habiendo invadido nuestro reino, justo al norte de su territorio, ¿por qué no invadirían las tierras del sur? O lo que más me temía ¿habrían pactado ambos territorios? Lo pensé. Los Sishts, criaturas ágiles y sigilosas, aliados con los Nartienos, seres fuertes pero lentos; una alianza muy fructuosa para ambas partes, pues tanto Sishts como Nartienos ganarían tierras sin perder ninguno de sus territorios. Retomé mi pregunta:
-¿Y si se hubiesen aliado?
León giró la cabeza hacia mí, parecía mirarme como si me creyese loco, escéptico, pero en el fondo sabía que había dado en el clavo, cosa que una voz suave confirmó a mi espalda.
-Está claro que sí –irrumpió Alaya en la sala, muy exaltada. Sacó de su capa un papel y se lo tendió a León-. La traducción es lo más exacta posible, carecemos de buenos métodos, pero es fiable, señor.
León hizo amago de esconder una mueca de preocupación y me tendió el papel. Las palabras me sentaron como un guantazo:
“Los rumores dicen que el hijo de León está vivo. Matadle”
Día XXV: De la guerra, de los tapices y de la capa
Hoy, León nos ha propuesto una nueva incursión al castillo. ¿La intención? Confirmar el descubrimiento de la posible alianza entre Szishts y Nartienos. León no estuvo en todo el día de ayer y yo, que se suponía que debía entrenar de nuevo con Alaya, ya recuperado de mi lesión en la rodilla, me tendría que limitar a practicar con el rifle pues mi maestra estaba indispuesta. Entre disparo y disparo, fui recogiendo fragmentos de conversaciones entre rebeldes: “León”, “reunión”, “Ibis”, “castillo”… En resumen, que León se había reunido con Ibis para planificar una incursión al castillo. Y acerté de lleno.
Aún guardo el recuerdo de mi primera visita a los Nartienos. Esta vez no iría con un simple florete sino que llevaría la espada del León, bien guardada en su funda para que nadie la reconociese. Aunque hoy yo era importante por un motivo que no era la lucha. Ser tanto el heredero de León como uno de los más ligeros del grupo me ha llevado a ser el protagonista de la noche. Pues estaba claro que esta noche no entraríamos por el pasadizo de la última vez, que ya debía estar doblemente vigilado.
Desde una colina al lado del lago Rirk, al amparo de la noche y de la luna nueva, despegué en un ala delta negra. Mi objetivo era llevarla más allá de las murallas del castillo, y conseguí llegar hasta la tercera torre más alta. Con un espejo hice señas y allí esperé hasta ver una luz tintineante más allá de la muralla oeste. Tomé una ballesta que llevaba atada a la espalda, tensé una flecha con una gruesa cuerda atada a ella y disparé. Me alegré de haber estado todo el día anterior entrenando el tiro. Até el otro extremo de la cuerda a un poste que antaño había servido para que las banderas ondearan orgullosas sobre las cinco torres del castillo y me aseguré de que estuviese bien tensa antes de hacer señas de nuevo con el espejo.
Al rato ya habían trepado todos. Éramos cinco: León; Alaya; Anya; un muchacho que cubría su cara con un paño, dejando solo sus ojos descubiertos; y yo. Me fijé en los ojos del extraño muchacho. Me recordaban a alguien… Él apartó la mirada enseguida. Me encogí de hombros. Si León confiaba en él, yo también.
Nos internamos en la torre por un balcón que había un par de metros más abajo. Entramos en un ala del castillo en la que no estuvimos la última vez que nos infiltramos. Parecían unos aposentos, una cama con un dosel completamente rasgado, un espejo roto, un armario vacío con los batientes fuera de sus bisagras y abiertos de par en par y polvo por todas partes. Salimos al pasillo, con mucho cuidado de no ser descubiertos. Alaya se colocó al frente y nos guio, como la última vez, a través de los pasillos. En uno de los pasillos había una puerta entreabierta. El interior era parecido al de la habitación de la que veníamos aunque de dimensiones mayores, y al fondo había algo que me dejó sin aliento.
Un tapiz. Entre todos los tapices que adornaban la estancia, ese me llamó la atención, borrando de mi mente todo lo demás para centrarme en la imagen que plasmaba, una joven de mi edad, de pelo rubio bordado con hilos de oro y ojos oscuros, vestida con una túnica roja. Me recordaba a…
Hoy, León nos ha propuesto una nueva incursión al castillo. ¿La intención? Confirmar el descubrimiento de la posible alianza entre Szishts y Nartienos. León no estuvo en todo el día de ayer y yo, que se suponía que debía entrenar de nuevo con Alaya, ya recuperado de mi lesión en la rodilla, me tendría que limitar a practicar con el rifle pues mi maestra estaba indispuesta. Entre disparo y disparo, fui recogiendo fragmentos de conversaciones entre rebeldes: “León”, “reunión”, “Ibis”, “castillo”… En resumen, que León se había reunido con Ibis para planificar una incursión al castillo. Y acerté de lleno.
Aún guardo el recuerdo de mi primera visita a los Nartienos. Esta vez no iría con un simple florete sino que llevaría la espada del León, bien guardada en su funda para que nadie la reconociese. Aunque hoy yo era importante por un motivo que no era la lucha. Ser tanto el heredero de León como uno de los más ligeros del grupo me ha llevado a ser el protagonista de la noche. Pues estaba claro que esta noche no entraríamos por el pasadizo de la última vez, que ya debía estar doblemente vigilado.
Desde una colina al lado del lago Rirk, al amparo de la noche y de la luna nueva, despegué en un ala delta negra. Mi objetivo era llevarla más allá de las murallas del castillo, y conseguí llegar hasta la tercera torre más alta. Con un espejo hice señas y allí esperé hasta ver una luz tintineante más allá de la muralla oeste. Tomé una ballesta que llevaba atada a la espalda, tensé una flecha con una gruesa cuerda atada a ella y disparé. Me alegré de haber estado todo el día anterior entrenando el tiro. Até el otro extremo de la cuerda a un poste que antaño había servido para que las banderas ondearan orgullosas sobre las cinco torres del castillo y me aseguré de que estuviese bien tensa antes de hacer señas de nuevo con el espejo.
Al rato ya habían trepado todos. Éramos cinco: León; Alaya; Anya; un muchacho que cubría su cara con un paño, dejando solo sus ojos descubiertos; y yo. Me fijé en los ojos del extraño muchacho. Me recordaban a alguien… Él apartó la mirada enseguida. Me encogí de hombros. Si León confiaba en él, yo también.
Nos internamos en la torre por un balcón que había un par de metros más abajo. Entramos en un ala del castillo en la que no estuvimos la última vez que nos infiltramos. Parecían unos aposentos, una cama con un dosel completamente rasgado, un espejo roto, un armario vacío con los batientes fuera de sus bisagras y abiertos de par en par y polvo por todas partes. Salimos al pasillo, con mucho cuidado de no ser descubiertos. Alaya se colocó al frente y nos guio, como la última vez, a través de los pasillos. En uno de los pasillos había una puerta entreabierta. El interior era parecido al de la habitación de la que veníamos aunque de dimensiones mayores, y al fondo había algo que me dejó sin aliento.
Un tapiz. Entre todos los tapices que adornaban la estancia, ese me llamó la atención, borrando de mi mente todo lo demás para centrarme en la imagen que plasmaba, una joven de mi edad, de pelo rubio bordado con hilos de oro y ojos oscuros, vestida con una túnica roja. Me recordaba a…
-No hemos venido de visita, ¿recuerdas? –susurró Anya a mi oído, sacándome de mi ensimismamiento y de mis cavilaciones.
Seguimos caminando por los pasillos. De vez en cuando nos teníamos que ocultar de aquellos seres tan pasivos y lentos, pero no podía dejar de sorprenderme por la carente vigilancia de nuestros invasores, y más en plena guerra. Aunque así nos era más fácil y, ya lo dicen, a caballo regalado, no le mires el dentado. Al fin llegamos donde León quería llegar: una pequeña sala con una gran cantidad de sobres, todos y cada uno de ellos con el lacre roto. A Anya y a mí nos tocó quedarnos en la puerta, haciendo guardia.
-Chicos, nos vamos –murmuró León a nuestras espaldas al breve rato de haber entrado, con una sonrisa triunfante dibujada en los labios y un sobre luciendo entre la punta de sus dos dedos.
Nos tendió a los otros cuatro miembros del grupo un pequeño bulto con cuatro cuerdas colgando de éste.
-Atáoslo a las manos –ordenó.
Yo, que seguiría a León hasta el fin del mundo, hice lo que me decía. Me até dos de las cuerdas a una muñeca y las otras dos a la otra. León dijo que hiciésemos lo que él y, acto seguido, corrió hacia una ventana y saltó, rompiendo el cristal en una lluvia de vidrios destellantes. Nos asomamos todos para ver a León desplegar el bulto de tela que llevaba atado a las muñecas, que resultó ser un improvisado paracaídas y caer lentamente más allá de la muralla. El ruido que provocó la ruptura de la ventana pareció alarmar a dos soldados que habían aparecido de detrás de una esquina. Yo me quedó cubriendo la retirada de mis compañeros junto con Alaya. Cuando los soldados entraron en el círculo de luz que había al lado del hueco que había quedado en la pared, enmudecí al ver que no eran Nartienos sino Sishts, pero desenvainé mi espada sin miedo y los dos soldados parecieron amedrentarse un poco mientras mi maestra me sonreía al ver que había tenido la picardía de traer conmigo el arma que me había regalado. Cuando todos hubieron saltado, primero Anya, después el muchacho del pañuelo, tras él Alaya; finalmente salté yo. Lo que no esperábamos era que al otro lado de la muralla hubiera tres soldados Nartienos montando guardia. Cuando todos nos hubimos posado sobre el suelo, un silbido desgarró el aire y una flecha se clavó limpiamente en el pecho de uno de los soldados. Me fijé en el arquero. Era el chico del pañuelo, que enarbolaba su arco aun con las muñecas atadas. Tras él había otro Nartieno, levantando sin prisas su pesada hacha de guerra. No me limité a avisar, salté desde donde estaba agazapado, habiéndome cortado las cuerdas de las muñecas, y hundí la espada en las carnes negras del soldado, que ahogó un gemido y cayó pesadamente al suelo. Cuando me giré, vi que Anya se había encargado del otro Nartieno ella sola, con un pequeño puñal que llevaba en la mano.
Entonces me volví hacia el muchacho del pañuelo. El día en sí ya había sido un sobresalto, pero ver el rostro del joven me pilló completamente desarmado. ¿O debería decir “la joven”?
-Laira… -fue lo único que pude decir.
Seguimos caminando por los pasillos. De vez en cuando nos teníamos que ocultar de aquellos seres tan pasivos y lentos, pero no podía dejar de sorprenderme por la carente vigilancia de nuestros invasores, y más en plena guerra. Aunque así nos era más fácil y, ya lo dicen, a caballo regalado, no le mires el dentado. Al fin llegamos donde León quería llegar: una pequeña sala con una gran cantidad de sobres, todos y cada uno de ellos con el lacre roto. A Anya y a mí nos tocó quedarnos en la puerta, haciendo guardia.
-Chicos, nos vamos –murmuró León a nuestras espaldas al breve rato de haber entrado, con una sonrisa triunfante dibujada en los labios y un sobre luciendo entre la punta de sus dos dedos.
Nos tendió a los otros cuatro miembros del grupo un pequeño bulto con cuatro cuerdas colgando de éste.
-Atáoslo a las manos –ordenó.
Yo, que seguiría a León hasta el fin del mundo, hice lo que me decía. Me até dos de las cuerdas a una muñeca y las otras dos a la otra. León dijo que hiciésemos lo que él y, acto seguido, corrió hacia una ventana y saltó, rompiendo el cristal en una lluvia de vidrios destellantes. Nos asomamos todos para ver a León desplegar el bulto de tela que llevaba atado a las muñecas, que resultó ser un improvisado paracaídas y caer lentamente más allá de la muralla. El ruido que provocó la ruptura de la ventana pareció alarmar a dos soldados que habían aparecido de detrás de una esquina. Yo me quedó cubriendo la retirada de mis compañeros junto con Alaya. Cuando los soldados entraron en el círculo de luz que había al lado del hueco que había quedado en la pared, enmudecí al ver que no eran Nartienos sino Sishts, pero desenvainé mi espada sin miedo y los dos soldados parecieron amedrentarse un poco mientras mi maestra me sonreía al ver que había tenido la picardía de traer conmigo el arma que me había regalado. Cuando todos hubieron saltado, primero Anya, después el muchacho del pañuelo, tras él Alaya; finalmente salté yo. Lo que no esperábamos era que al otro lado de la muralla hubiera tres soldados Nartienos montando guardia. Cuando todos nos hubimos posado sobre el suelo, un silbido desgarró el aire y una flecha se clavó limpiamente en el pecho de uno de los soldados. Me fijé en el arquero. Era el chico del pañuelo, que enarbolaba su arco aun con las muñecas atadas. Tras él había otro Nartieno, levantando sin prisas su pesada hacha de guerra. No me limité a avisar, salté desde donde estaba agazapado, habiéndome cortado las cuerdas de las muñecas, y hundí la espada en las carnes negras del soldado, que ahogó un gemido y cayó pesadamente al suelo. Cuando me giré, vi que Anya se había encargado del otro Nartieno ella sola, con un pequeño puñal que llevaba en la mano.
Entonces me volví hacia el muchacho del pañuelo. El día en sí ya había sido un sobresalto, pero ver el rostro del joven me pilló completamente desarmado. ¿O debería decir “la joven”?
-Laira… -fue lo único que pude decir.
Día XXIX: De la cabeza, de la condesa y de la heredera
León nos ha convocado a todos los rebeldes, luchadores y no luchadores, en la orilla del Rirk. Una vez todos reunidos, se subió a un pequeño escenario de madera y anunció:
-¡Rebeldes que lucháis por la gloria que antaño sostuvo Reyas! Os traigo, muy a mi pesar, terribles noticias.
»En primer lugar, os comunico que, confirmadas nuestras sospechas, se ha forjado una alianza entre Nartienos y Sishts –levantó la carta donde se firmaba el acuerdo-. En segundo lugar –hizo una larga y pesada pausa, para acabar proclamando con tono grave y abatido-, hoy han clavado en una estaca en las almenas la cabeza del conde Artock.
-¡No! –gritó una mujer de pelo rizado y castaño y ojos color chocolate bañados en lágrimas, con la cara contraída en una mueca de profundos dolor y tristeza- No, no, no… Artock no… -lloraba, con la voz quebrada, entre sollozo y sollozo.
Aunque todo el mundo había bajado la cabeza en señal de respeto y todos teníamos expresión compungida, el dolor de aquella mujer era indudablemente mucho mayor que el de cualquier otro rebelde. Cuando levanté la cabeza, pude ver a lo lejos una figura envuelta en una capa roja que se alejaba. La seguí.
Encontré a Alaya bajo un pequeño árbol, echada en el suelo, con la espalda recostada contra el tronco y la cabeza gacha, con la melena dorada cayendo sobre su rostro. Sus hombros temblaban en un sollozo silencioso y una sola lágrima resbaló por su mejilla. No me acerqué demasiado, me quedé tras un pequeño arbusto. Ella parecía no haberse percatado de mi presencia y yo, aunque me sentía un ladrón agazapado como estaba entre la maleza, quería saber qué había logrado derrumbar a aquella mujer que había demostrado una fortaleza mayor que la de cualquier otro. Una sola palabra brotó de sus labios y me lo hizo entender todo:
-Papá…
De repente un montón de pensamientos se acumularon en mi cabeza. El tapiz de ayer, el conde Artock, la condesa… también padre acudió a mi cabeza junto con las palabras de Alaya “Me enseñó tu padre, Aras. Era un gran guerrero”. Padre, el jefe de la guardia real.
Estaba demasiado confuso. Aparté todas aquellas cavilaciones de mi mente y me alejé de allí en silencio. Hubiese querido decirle algo, consolarla, pero no me atrevía, así que volví hacia donde León nos había dado las nuevas.
Allí ya se habían calmado los ánimos, menos el de la mujer de pelo rizado. La condesa, mujer de Artock… y madre de Alaya. Todo encajaba a marchas forzadas, apenas un mes después de que todo aquello empezase, en un extraño rompecabezas que mostraba una imagen a la que aún le faltaban demasiados detalles como para parecer nítida. Parecía que León aún no había acabado de hablar, pues aún estaba dando otra noticia. Yo había llegado demasiado tarde como para oírla desde el principio, así que me acerqué a Laira.
-¿Qué está diciendo? –le pregunté.
Laira se dio un respingo y se giró, sorprendida.
-La… las tropas Sishts –balbuceó, recuperándose del sobresalto- están a travesando Nartia… en dirección a Reyas –concluyó.
La noticia me golpeó como un mazazo. Y recordar que mi hermana también formaba parte del ejército no fue mucho mejor. Ella pareció darse cuenta de mi expresión anonadada porque dijo:
-Aras… bueno, supongo que ayer ya viste que…
-¿P-pero cómo se te ocurrió? –pretendía sonar enfadado, pero es difícil disfrazar de reprimenda lo que realmente es orgullo- Además… creía que debías tener diez años para ingresar en los rebeldes…
Laira me dirigió una mirada ofendida, y yo, con la cabeza tan llena de cábalas como la tenía, tardé bastante tiempo en reaccionar.
-¡Tu cumpleaños! –recordé de pronto. Eso fue la gota que colmó el vaso; descubrir que la guerra había llevado a un segundo plano lo que antes era importante. “¿Qué clase de hermano soy?” me pregunté, enfadado conmigo mismo. Abracé brevemente a mi hermana en un intento desesperado de mostrarle que no había dejado de quererla.
Y además, dejando a un lado mi falta de fraternidad, el décimo cumpleaños de mi hermana hacia una semana suponía que ya podía ingresar en el ejército rebelde. Me sacó de mi reproche una voz a mis espaldas, grave y agradable pese a su sonido rasposo.
-Estimados Aratheo y Laira Darleón –recitó León. Mi hermana y yo nos estremecimos al recordar las mismas palabras que introducían la carta que nos había llevado al ejército rebelde-, podría tener el placer de hablar con vosotros… -dio un vistazo rápido a su alrededor y añadió a media voz- en privado.
León nos ha convocado a todos los rebeldes, luchadores y no luchadores, en la orilla del Rirk. Una vez todos reunidos, se subió a un pequeño escenario de madera y anunció:
-¡Rebeldes que lucháis por la gloria que antaño sostuvo Reyas! Os traigo, muy a mi pesar, terribles noticias.
»En primer lugar, os comunico que, confirmadas nuestras sospechas, se ha forjado una alianza entre Nartienos y Sishts –levantó la carta donde se firmaba el acuerdo-. En segundo lugar –hizo una larga y pesada pausa, para acabar proclamando con tono grave y abatido-, hoy han clavado en una estaca en las almenas la cabeza del conde Artock.
-¡No! –gritó una mujer de pelo rizado y castaño y ojos color chocolate bañados en lágrimas, con la cara contraída en una mueca de profundos dolor y tristeza- No, no, no… Artock no… -lloraba, con la voz quebrada, entre sollozo y sollozo.
Aunque todo el mundo había bajado la cabeza en señal de respeto y todos teníamos expresión compungida, el dolor de aquella mujer era indudablemente mucho mayor que el de cualquier otro rebelde. Cuando levanté la cabeza, pude ver a lo lejos una figura envuelta en una capa roja que se alejaba. La seguí.
Encontré a Alaya bajo un pequeño árbol, echada en el suelo, con la espalda recostada contra el tronco y la cabeza gacha, con la melena dorada cayendo sobre su rostro. Sus hombros temblaban en un sollozo silencioso y una sola lágrima resbaló por su mejilla. No me acerqué demasiado, me quedé tras un pequeño arbusto. Ella parecía no haberse percatado de mi presencia y yo, aunque me sentía un ladrón agazapado como estaba entre la maleza, quería saber qué había logrado derrumbar a aquella mujer que había demostrado una fortaleza mayor que la de cualquier otro. Una sola palabra brotó de sus labios y me lo hizo entender todo:
-Papá…
De repente un montón de pensamientos se acumularon en mi cabeza. El tapiz de ayer, el conde Artock, la condesa… también padre acudió a mi cabeza junto con las palabras de Alaya “Me enseñó tu padre, Aras. Era un gran guerrero”. Padre, el jefe de la guardia real.
Estaba demasiado confuso. Aparté todas aquellas cavilaciones de mi mente y me alejé de allí en silencio. Hubiese querido decirle algo, consolarla, pero no me atrevía, así que volví hacia donde León nos había dado las nuevas.
Allí ya se habían calmado los ánimos, menos el de la mujer de pelo rizado. La condesa, mujer de Artock… y madre de Alaya. Todo encajaba a marchas forzadas, apenas un mes después de que todo aquello empezase, en un extraño rompecabezas que mostraba una imagen a la que aún le faltaban demasiados detalles como para parecer nítida. Parecía que León aún no había acabado de hablar, pues aún estaba dando otra noticia. Yo había llegado demasiado tarde como para oírla desde el principio, así que me acerqué a Laira.
-¿Qué está diciendo? –le pregunté.
Laira se dio un respingo y se giró, sorprendida.
-La… las tropas Sishts –balbuceó, recuperándose del sobresalto- están a travesando Nartia… en dirección a Reyas –concluyó.
La noticia me golpeó como un mazazo. Y recordar que mi hermana también formaba parte del ejército no fue mucho mejor. Ella pareció darse cuenta de mi expresión anonadada porque dijo:
-Aras… bueno, supongo que ayer ya viste que…
-¿P-pero cómo se te ocurrió? –pretendía sonar enfadado, pero es difícil disfrazar de reprimenda lo que realmente es orgullo- Además… creía que debías tener diez años para ingresar en los rebeldes…
Laira me dirigió una mirada ofendida, y yo, con la cabeza tan llena de cábalas como la tenía, tardé bastante tiempo en reaccionar.
-¡Tu cumpleaños! –recordé de pronto. Eso fue la gota que colmó el vaso; descubrir que la guerra había llevado a un segundo plano lo que antes era importante. “¿Qué clase de hermano soy?” me pregunté, enfadado conmigo mismo. Abracé brevemente a mi hermana en un intento desesperado de mostrarle que no había dejado de quererla.
Y además, dejando a un lado mi falta de fraternidad, el décimo cumpleaños de mi hermana hacia una semana suponía que ya podía ingresar en el ejército rebelde. Me sacó de mi reproche una voz a mis espaldas, grave y agradable pese a su sonido rasposo.
-Estimados Aratheo y Laira Darleón –recitó León. Mi hermana y yo nos estremecimos al recordar las mismas palabras que introducían la carta que nos había llevado al ejército rebelde-, podría tener el placer de hablar con vosotros… -dio un vistazo rápido a su alrededor y añadió a media voz- en privado.
Nos habíamos acercado a la cabaña abandonada que servía de residencia para una gran parte del ejército rebelde so pretexto de tener nuestra charla en un lugar que, en aquel preciso momento, estaba vacío. Estaba claro de antemano que el lugar privado que León deseaba sería cercano a nuestra bien amada y destartalada cabaña. Pero empecé a cuestionar el concepto que tenía León de la palabra “privado” cuando mi mirada se cruzó con la de dos pares de ojos hinchados y rojos de tanto llorar. Me resultó devastadora la imagen de tan fuertes muchachas, que la guerra había convertido en mujeres demasiado pronto, llorando sin consuelo y aún así manteniendo, no sin esfuerzo, la apariencia de damas impertérrotas de porte altivo y mirada serena. Pero la serenidad que siempre poblaba sus ojos se veía nublada por un vaho de tristeza y amargura creadas por la muerte que tan cruelmente había acabado con el padre de ambas.
Alaya y Anya.
Hasta entonces jamás lo habría dicho, y aún así, ahora, ambas juntas y a plena luz del día, era innegable la realidad. Hermanas. Alaya y Anya eran hermanas igual que Laira y yo lo éramos. Yo me alejaba de la realidad mientras me sumía en un breve recuerdo que me traía a la memoria las nuevas que traía mi hermana, el día que conocí a Anya: “¿Sabías que madre tenía una hermana que también estaba en el ejército?”. Y me aferré al recuerdo con fiero desespero, porque la realidad era peor de lo que había sido hasta ahora, el hijo prójimo de un líder rebelde, ahora era nada más y nada menos que el sobrino de la condesa. Y mi mentora, maestra de esgrima y compañera no era otra que su hija, la heredera.
De repente estalló en mí una necesidad de protegerlas a las dos al verlas tan desoladas, pero me sobrepuse y aguardé a que León hablara. No pude evitar desviar mi mirada hacia mi hermana y pude ver por su expresión confusa que había llegado a conclusiones similares a las mías.
-Bien, ahora ya os tengo reunidos a los cuatro –comenzó León. El hombre estaba tomando por costumbre sacarme de mi ensimismamiento-. Ante todo –se giró hacia Alaya y Anya-, mi más sincero pésame. Creedme.
-Unos salvajes –masculló Alaya-. Oh, unos malditos salvajes, eso es lo que son los Dormidos. Se lo haré pagar…
-Calma tus ánimos, Alaya –la interrumpió León-. Alguien de vuestra índole debería comportarse con más decencia.
Estaba claro que León sabía ya que habíamos llegado a las conclusiones adecuadas, si no, hubiese puesto más empeño en ocultar el linaje de ambas chicas. Alaya, por su parte, se mostró reacia a aceptar los consejos de León.
-Ya no soy lo que antaño fui, León –replicó.
-Está claro que no. Eres una mujer nueva. Eres alguien que ha conocido la muerte, y la muerte enseña. Ándate con ojo, Alaya, porque tales enseñanzas conllevan su responsabilidad.
»Pero olvidemos esta discusión y pasemos a tratar los asuntos que realmente nos conciernen. La muerte de Artock ha causado gran conmoción en el pueblo y temo que de paso a nuestra rendición. Por eso, necesitamos, de alguna manera, transmitir nuevas esperanzas al pueblo. He estado pensando en que tal vez un golpe bien dado podría tanto dar sus frutos como ofensiva como revivir las esperanzas de Reyas. ¿Qué creéis?
Alaya y Anya.
Hasta entonces jamás lo habría dicho, y aún así, ahora, ambas juntas y a plena luz del día, era innegable la realidad. Hermanas. Alaya y Anya eran hermanas igual que Laira y yo lo éramos. Yo me alejaba de la realidad mientras me sumía en un breve recuerdo que me traía a la memoria las nuevas que traía mi hermana, el día que conocí a Anya: “¿Sabías que madre tenía una hermana que también estaba en el ejército?”. Y me aferré al recuerdo con fiero desespero, porque la realidad era peor de lo que había sido hasta ahora, el hijo prójimo de un líder rebelde, ahora era nada más y nada menos que el sobrino de la condesa. Y mi mentora, maestra de esgrima y compañera no era otra que su hija, la heredera.
De repente estalló en mí una necesidad de protegerlas a las dos al verlas tan desoladas, pero me sobrepuse y aguardé a que León hablara. No pude evitar desviar mi mirada hacia mi hermana y pude ver por su expresión confusa que había llegado a conclusiones similares a las mías.
-Bien, ahora ya os tengo reunidos a los cuatro –comenzó León. El hombre estaba tomando por costumbre sacarme de mi ensimismamiento-. Ante todo –se giró hacia Alaya y Anya-, mi más sincero pésame. Creedme.
-Unos salvajes –masculló Alaya-. Oh, unos malditos salvajes, eso es lo que son los Dormidos. Se lo haré pagar…
-Calma tus ánimos, Alaya –la interrumpió León-. Alguien de vuestra índole debería comportarse con más decencia.
Estaba claro que León sabía ya que habíamos llegado a las conclusiones adecuadas, si no, hubiese puesto más empeño en ocultar el linaje de ambas chicas. Alaya, por su parte, se mostró reacia a aceptar los consejos de León.
-Ya no soy lo que antaño fui, León –replicó.
-Está claro que no. Eres una mujer nueva. Eres alguien que ha conocido la muerte, y la muerte enseña. Ándate con ojo, Alaya, porque tales enseñanzas conllevan su responsabilidad.
»Pero olvidemos esta discusión y pasemos a tratar los asuntos que realmente nos conciernen. La muerte de Artock ha causado gran conmoción en el pueblo y temo que de paso a nuestra rendición. Por eso, necesitamos, de alguna manera, transmitir nuevas esperanzas al pueblo. He estado pensando en que tal vez un golpe bien dado podría tanto dar sus frutos como ofensiva como revivir las esperanzas de Reyas. ¿Qué creéis?
Día XXXI: De la reunión, del suplente y de la rata
Hoy, por tercera vez desde mi ingreso entre las filas rebeldes, voy a entrar en el castillo con fin de realizar lo que previamente se había decidido en una reunión entre León e Ibis. Pero esta vez, la reunión había sido muy diferente.
Después de hablar León con nosotros hace dos días, me tomó aparte para hablar conmigo.
-Chico, es hora de que empieces a demostrar de quién eres hijo. Yo he llevado ya por demasiado tiempo un nombre que legítimamente no me corresponde –colocó una mano firme sobre mi hombro-. León. Mañana pediré reunirme con Ibis, pero no seré yo quien acuda a la reunión. Esta vez irá el verdadero líder de ese ejército, Aratheo. Tú serás quien vaya. Esta misma noche enviaré un pájaro mensajero. Prepárate porque mañana tomarás la riendas, y tendrás que hacerlo solo –añadió con voz grave.
Esa misma noche subí a la parte abandonada de la cabaña y esperé. Era bien entrada la noche y estaba yo ya pugnando por no cerrar los ojos cuando un pequeño pájaro azul y negro se posó en el alféizar. Lo tomé entre mis manos a todo correr y cogí con cuidado el pequeño pergamino que aferraba con una de sus garras. La nota era sencilla: “Mañana 21:30 Taberna de la Plaza”. Y en la esquina inferior derecha del papel, dibujado con tinta negra y reluciente, el dibujo de un ave volando.
Aquel lugar siempre se me había antojado siniestro, pero entrar de noche entre el chirriar de la puerta y el crujir del suelo y toparme con una cabeza de jabalí (la que da el nombre al local) hizo que algo se me removiese en las entrañas.
-Buenas noches –saludó una voz a mis espaldas-. Veo que habéis reducido vuestra estatura.
La salutación y el sarcasmo me pillaron completamente desprevenido, pero me giré hacia la enmascarada e incliné la cabeza a modo de saludo, intentando no parecer amedrentado. Ibis apenas le dio importancia.
-¿A qué se debe nuestra reunión de hoy, León? –preguntó, con voz neutra.
Tragué saliva para deshacer el nudo en mi garganta, y agradecí secretamente a la máscara y a la noche que cubrieran mi rostro nervioso y asustado. Aún así, hablé con seguridad.
-Señora, creemos que Reyas caerá muy desanimada tras la muerte de nuestro soberano, el conde Artock –recité de memoria las palabras que me había preparado le noche anterior-. Por eso, creo que ha llegado la hora de abandonar las pequeñas incursiones que hemos estado realizando y atacar con una acción más… ofensiva.
Ibis se inclinó hacia delante, expectante.
-¿Y cuál es, pues, vuestra idea de “acción ofensiva”? –preguntó.
-Ratas –murmuré simplemente.
Mi respuesta pareció sorprender a mi interlocutor, pues se irguió y musitó con innegable tono de sorpresa:
-¿Ratas?
Asentí con la cabeza.
-Las cosechas de los aldeanos han sido quemadas, destrozadas o, en la mayoría de casos, robadas para servir de víveres de los Dormidos. Y ya que nuestro pueblo pasa hambre, que así sea para los invasores.
»Le prendería fuego a los víveres, pero no sé dónde están, así que dejaré la faena en manos de estos animalillos.
Saqué de entre los pliegues de mi capa un pequeño roedor del tamaño de dos puños que movía el hocico, olisqueando el aire, curiosa, y se lo mostré a Ibis, que contemplaba la criatura, impertérrita.
-Vaya… No es lo que esperaba por ofensiva.
-Tampoco es lo que ellos esperan.
Sonreí con malicia, pero el gesto se vio ahogado por la máscara, que me hacía parecer carente de emociones.
Hoy, por tercera vez desde mi ingreso entre las filas rebeldes, voy a entrar en el castillo con fin de realizar lo que previamente se había decidido en una reunión entre León e Ibis. Pero esta vez, la reunión había sido muy diferente.
Después de hablar León con nosotros hace dos días, me tomó aparte para hablar conmigo.
-Chico, es hora de que empieces a demostrar de quién eres hijo. Yo he llevado ya por demasiado tiempo un nombre que legítimamente no me corresponde –colocó una mano firme sobre mi hombro-. León. Mañana pediré reunirme con Ibis, pero no seré yo quien acuda a la reunión. Esta vez irá el verdadero líder de ese ejército, Aratheo. Tú serás quien vaya. Esta misma noche enviaré un pájaro mensajero. Prepárate porque mañana tomarás la riendas, y tendrás que hacerlo solo –añadió con voz grave.
Esa misma noche subí a la parte abandonada de la cabaña y esperé. Era bien entrada la noche y estaba yo ya pugnando por no cerrar los ojos cuando un pequeño pájaro azul y negro se posó en el alféizar. Lo tomé entre mis manos a todo correr y cogí con cuidado el pequeño pergamino que aferraba con una de sus garras. La nota era sencilla: “Mañana 21:30 Taberna de la Plaza”. Y en la esquina inferior derecha del papel, dibujado con tinta negra y reluciente, el dibujo de un ave volando.
~*~
Y así es como ayer me adentré solo por entre las callejuelas de Reyas, una ciudad que no visitaba desde hacía un mes. A la luz de la luna las calles se veían lúgubres, y el toque de queda, que parecía seguir vigente, hacía que las calles estuviesen desiertas, dando la impresión de que la ciudad ahora no era más que un pueblo fantasma. Justo antes de salir a la plaza, hice un breve alto para vestirme con la capa negra y la máscara que me había dado León. Ahora no parecía más que una sombra más en un pueblo de sombras, y así, envuelto en los jirones de mi atuendo, me interné en la única taberna de la plaza de Reyas, “La Cabeza del Jabalí”.Aquel lugar siempre se me había antojado siniestro, pero entrar de noche entre el chirriar de la puerta y el crujir del suelo y toparme con una cabeza de jabalí (la que da el nombre al local) hizo que algo se me removiese en las entrañas.
-Buenas noches –saludó una voz a mis espaldas-. Veo que habéis reducido vuestra estatura.
La salutación y el sarcasmo me pillaron completamente desprevenido, pero me giré hacia la enmascarada e incliné la cabeza a modo de saludo, intentando no parecer amedrentado. Ibis apenas le dio importancia.
-¿A qué se debe nuestra reunión de hoy, León? –preguntó, con voz neutra.
Tragué saliva para deshacer el nudo en mi garganta, y agradecí secretamente a la máscara y a la noche que cubrieran mi rostro nervioso y asustado. Aún así, hablé con seguridad.
-Señora, creemos que Reyas caerá muy desanimada tras la muerte de nuestro soberano, el conde Artock –recité de memoria las palabras que me había preparado le noche anterior-. Por eso, creo que ha llegado la hora de abandonar las pequeñas incursiones que hemos estado realizando y atacar con una acción más… ofensiva.
Ibis se inclinó hacia delante, expectante.
-¿Y cuál es, pues, vuestra idea de “acción ofensiva”? –preguntó.
-Ratas –murmuré simplemente.
Mi respuesta pareció sorprender a mi interlocutor, pues se irguió y musitó con innegable tono de sorpresa:
-¿Ratas?
Asentí con la cabeza.
-Las cosechas de los aldeanos han sido quemadas, destrozadas o, en la mayoría de casos, robadas para servir de víveres de los Dormidos. Y ya que nuestro pueblo pasa hambre, que así sea para los invasores.
»Le prendería fuego a los víveres, pero no sé dónde están, así que dejaré la faena en manos de estos animalillos.
Saqué de entre los pliegues de mi capa un pequeño roedor del tamaño de dos puños que movía el hocico, olisqueando el aire, curiosa, y se lo mostré a Ibis, que contemplaba la criatura, impertérrita.
-Vaya… No es lo que esperaba por ofensiva.
-Tampoco es lo que ellos esperan.
Sonreí con malicia, pero el gesto se vio ahogado por la máscara, que me hacía parecer carente de emociones.
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