Gantadd -El Tesoro
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Gantadd -El Tesoro
Empecé a viajar al alba...
Me desperté sin abrir los ojos. A mi alrededor hacía frío, y sin darme cuenta me arrebujé aún más en las desordenadas pieles que me había echado por encima. Su tacto era extremadamente suave, y me hacía pensar en casa. En Kash-Tar los animales que cazábamos no tenían aquellos gruesos pelajes. Una piel como aquella no era difícil de encontrar al norte, pero de donde yo venía, podría valer una fortuna.
Me había planteado venderla ya muchas veces... pero nunca terminaba de decidirme. Porque llegaban días como aquel, en que el ambiente parecía querer helarme los huesos hasta el tuétano, y el abrigo de aquellas viejas pero en apariencia eternas pieles resultaba totalmente insuperable.
Por fin me decidí a abandonar aquel reducto de calidez y felicidad, con un suspiro de resignación. La habitación parecía una caverna de hielo. El aire dolía al respirarlo, húmedo y frío, cortante como una cuchilla recién afilada. Me di prisa en vestirme, pero no pude evitar que aquella humedad invernal se me colara en los huesos y los pulmones, y me agarrotara las extremidades antes siquiera de terminar de ponerme las botas.
Odiaba el norte. Y eso que nunca había llegado más lejos de Nandelt...
Los rayos del sol alcanzaron mi puerta después que yo. Me había echado al hombro todo lo que llevaba encima, que... no era ni mucho ni poco; unas pocas armas, comida, agua... todo envuelto en aquellas pieles indestructibles. Todos en la vieja posada seguían durmiendo, hasta los perros y los caballos. El dueño era un viejo amigo que había vivido en Kosh muchos años antes de buscar fortuna más allá de las puertas del desierto. Siempre que pasaba por allí tenía una habitación asegurada, y sabía que podía confiar en él. Era una suerte que pocos viajeros podían disfrutar.
"Más vale que esté aquí de verdad..."
Me habían hablado de un tesoro escondido en aquellas colinas, las "Cuatro de Sur Gantadd". Se trataba de cuatro cerros dispuestos en una formación irregular, de alturas parecidas, pero sin llegar a ser iguales... Era una zona casi completamente deshabitada. Solamente había encontrado dos pequeñas aldeas cercanas, y no hallé ningún otro rastro de civilización en mi camino desde la posada. Los árboles estaban dispersos y eran antiguos. El camino acabó pronto, fundiéndose en la hierba, y me encontré en mitad de la nada, sin más compañía que unas cuantas flores silvestres mecidas por el viento.
Me giré hacia el este entrecerrando los ojos para ver. El sol ya despuntaba. Al menos, el amanecer era hermoso en Gantadd. La llanura dejaba ver el horizonte a lo lejos, algo a lo que me había acostumbrado en Kash-Tar, pero que, para mi sorpresa y desgracia, no ocurría en todas partes. No sabía cómo podía vivir alguien sin horizonte... Sin montañas lejanas, difuminadas con el cielo, que se perdieran clavándose en las nubes... Sin costas perdidas tras kilómetros de desierto...
"Al norte están todos locos" bufé toscamente, divertido. Me senté en lo alto de una de las colinas abandonadas y contemplé el amanecer con una sonrisa.
Empezaba a pensar que todo aquello del tesoro no era más que un engaño, y que mi única recompensa iba a ser el paisaje. A mi alrededor no había más que hierba y llanura, colinas suaves sin nada encima... Allí no había lugar para un tesoro, a menos que estuviera muy bien escondido. Y desde luego, no podía ponerme a excavar por las cuatro colinas esperando encontrar una moneda enterrada... o menos que eso. Pero tenía que haber algo... tenía que estar allí.
El Tesoro tenía que andar cerca.
Me puse en pie de un salto, ya descansado de la caminata. El impulso estuvo a punto de hacerme caer, tambaléandome a causa del peso de lo que llevaba encima, y trastabillé cómicamente colina abajo, hasta caer sentado de cualquier forma en la zona más baja de la colina. Después de un silencio estupefacto, rompí a reír a carcajadas de mi propia torpeza. Menos mal que no había nadie cerca para verme hacer el idiota de aquella forma...
Dejé las cosas en el suelo y me dispuse a empezar a buscar. No tenía planos, ni siquiera indicaciones que seguir, y suponía que había sido un error no intentar investigar más acerca del supuesto tesoro antes de ponerme en marcha. Observé atentamente la hierba corta, pero no me vino ninguna idea genial a la mente... No se me ocurría más que empezar a andar sin dirección y ver si encontraba algo que mereciera la pena mirar más de cerca.
Así que eso hice.
Mantuve un paso tranquilo, aprovechando que estaba allí para, por lo menos, estirar los músculos tras cargar con las cosas, y dar un paseo en silencio, sin más ruido ocasional que el suave viento del amanecer, y en completa soledad. Casi podía oír mis propios pensamientos...
Estuve andando sin rumbo durante lo que me parecieron horas, pero seguramente no llegaron a más de una. Me resistía a darme por vencido, pero llegó un momento en el que creí que, verdaderamente, no encontraría nada más que flores silvestres... y entonces vi algo brillante.
Creí que el corazón se me paraba por un momento. Me quedé mirando fijamente aquello que brillaba sin saber reaccionar, y cuando por fin conseguí comprenderlo, salí corriendo a toda prisa. Casi literalmente me tiré al suelo junto a lo que resultó ser un trozo de metal. Sin desilusionarme, desenvainé uno de mis puñales y empecé a apartar la tierra. Una nueva sonrisa se adueñó de mi expresión. Efectivamente, aquel trozo de metal era una argolla... Seguí cavando la tierra con el puñal, lo que no resultaba precisamente tarea fácil. Finalmente, con mis brazos gritando que parara de una vez con todo aquello, desvelé una trampilla de hierro que se abría en aquel lado de la colina.
"¡Por fin!" exclamé en mi fuero interno. Plantando los pies entre la tierra removida, tiré de la argolla con todas mis fuerzas. La trampilla parecía atascada y tiré con más fuerza... pero entonces, de repente, el hierro cedió y arranqué toda la tapadera, cayendo sentado hacia atrás. Me quedé sin palabrotas antes de conseguir levantarme de nuevo, pero al menos estaba haciendo avances, y eso hacía más difícil mantener el enfado...
Eché un vistazo al hueco. Parecía una madriguera, pero estaba claro que la había excavado alguien, no era obra de un simple animal. Sin embargo, era demasiado pequeña como para entrar por ella sin problemas... Extrañado, intenté meter un brazo en el hueco... y de repente el hueco se movió.
Creo que nadie podrá jamás comprender el escalofrío que me recorrió cuando un enorme ojo verde se abrió en la colina a mi lado. La parálisis aterrorizada fue mi primera reacción... o mejor dicho, mi falta de reacción inicial. Después, saqué el brazo muy lentamente del hueco y luché por no desmayarme. El ojo se cerró.
Cuando conseguí reponerme de aquel extraordinario y terrorífico suceso, empecé a sentir curiosidad. ¿Acaso la colina era en realidad alguna especie de criatura? ¿O es que vivía un gran animal dentro de aquel montón de tierra? Tenía que saberlo... y tenía que saber si el supuesto tesoro tenía algo que ver con aquello.
Así que, sin más dilación, busqué el lugar donde antes había aparecido el ojo y lo golpeé con cierta rotundidad, pero sin llegar a usar una fuerza excesiva. Como una alucinación terrible, el ojo enorme volvió a abrirse, y en aquella ocasión se clavó en mí... mirándome.
De repente, un sonido como el rugido del mar acompañó al temblor de tierra que me hizo caer al suelo y rodar por la hierba de nuevo. Cuando conseguí levantarme vi que la colina también lo había hecho... la tierra caía en cascada liberando la cabeza y las patas de una gigantesca tortuga. Su caparazón era lo que había sido casi toda la colina.
El gigantesco animal me miró fijamente, pero para cuando pareció empezar a interesarse en mí, yo ya había recogido todas mis cosas, y eché a correr sin mirar atrás.
Cuando llegué a la posada, me arrebujé sin más entre las pieles y esperé al día siguiente para reemprendeer la marcha. ¡Un tesoro en la colina! Menudo tesoro...
"Por lo menos no era un cocodrilo".
Me desperté sin abrir los ojos. A mi alrededor hacía frío, y sin darme cuenta me arrebujé aún más en las desordenadas pieles que me había echado por encima. Su tacto era extremadamente suave, y me hacía pensar en casa. En Kash-Tar los animales que cazábamos no tenían aquellos gruesos pelajes. Una piel como aquella no era difícil de encontrar al norte, pero de donde yo venía, podría valer una fortuna.
Me había planteado venderla ya muchas veces... pero nunca terminaba de decidirme. Porque llegaban días como aquel, en que el ambiente parecía querer helarme los huesos hasta el tuétano, y el abrigo de aquellas viejas pero en apariencia eternas pieles resultaba totalmente insuperable.
Por fin me decidí a abandonar aquel reducto de calidez y felicidad, con un suspiro de resignación. La habitación parecía una caverna de hielo. El aire dolía al respirarlo, húmedo y frío, cortante como una cuchilla recién afilada. Me di prisa en vestirme, pero no pude evitar que aquella humedad invernal se me colara en los huesos y los pulmones, y me agarrotara las extremidades antes siquiera de terminar de ponerme las botas.
Odiaba el norte. Y eso que nunca había llegado más lejos de Nandelt...
Los rayos del sol alcanzaron mi puerta después que yo. Me había echado al hombro todo lo que llevaba encima, que... no era ni mucho ni poco; unas pocas armas, comida, agua... todo envuelto en aquellas pieles indestructibles. Todos en la vieja posada seguían durmiendo, hasta los perros y los caballos. El dueño era un viejo amigo que había vivido en Kosh muchos años antes de buscar fortuna más allá de las puertas del desierto. Siempre que pasaba por allí tenía una habitación asegurada, y sabía que podía confiar en él. Era una suerte que pocos viajeros podían disfrutar.
"Más vale que esté aquí de verdad..."
Me habían hablado de un tesoro escondido en aquellas colinas, las "Cuatro de Sur Gantadd". Se trataba de cuatro cerros dispuestos en una formación irregular, de alturas parecidas, pero sin llegar a ser iguales... Era una zona casi completamente deshabitada. Solamente había encontrado dos pequeñas aldeas cercanas, y no hallé ningún otro rastro de civilización en mi camino desde la posada. Los árboles estaban dispersos y eran antiguos. El camino acabó pronto, fundiéndose en la hierba, y me encontré en mitad de la nada, sin más compañía que unas cuantas flores silvestres mecidas por el viento.
Me giré hacia el este entrecerrando los ojos para ver. El sol ya despuntaba. Al menos, el amanecer era hermoso en Gantadd. La llanura dejaba ver el horizonte a lo lejos, algo a lo que me había acostumbrado en Kash-Tar, pero que, para mi sorpresa y desgracia, no ocurría en todas partes. No sabía cómo podía vivir alguien sin horizonte... Sin montañas lejanas, difuminadas con el cielo, que se perdieran clavándose en las nubes... Sin costas perdidas tras kilómetros de desierto...
"Al norte están todos locos" bufé toscamente, divertido. Me senté en lo alto de una de las colinas abandonadas y contemplé el amanecer con una sonrisa.
Empezaba a pensar que todo aquello del tesoro no era más que un engaño, y que mi única recompensa iba a ser el paisaje. A mi alrededor no había más que hierba y llanura, colinas suaves sin nada encima... Allí no había lugar para un tesoro, a menos que estuviera muy bien escondido. Y desde luego, no podía ponerme a excavar por las cuatro colinas esperando encontrar una moneda enterrada... o menos que eso. Pero tenía que haber algo... tenía que estar allí.
El Tesoro tenía que andar cerca.
Me puse en pie de un salto, ya descansado de la caminata. El impulso estuvo a punto de hacerme caer, tambaléandome a causa del peso de lo que llevaba encima, y trastabillé cómicamente colina abajo, hasta caer sentado de cualquier forma en la zona más baja de la colina. Después de un silencio estupefacto, rompí a reír a carcajadas de mi propia torpeza. Menos mal que no había nadie cerca para verme hacer el idiota de aquella forma...
Dejé las cosas en el suelo y me dispuse a empezar a buscar. No tenía planos, ni siquiera indicaciones que seguir, y suponía que había sido un error no intentar investigar más acerca del supuesto tesoro antes de ponerme en marcha. Observé atentamente la hierba corta, pero no me vino ninguna idea genial a la mente... No se me ocurría más que empezar a andar sin dirección y ver si encontraba algo que mereciera la pena mirar más de cerca.
Así que eso hice.
Mantuve un paso tranquilo, aprovechando que estaba allí para, por lo menos, estirar los músculos tras cargar con las cosas, y dar un paseo en silencio, sin más ruido ocasional que el suave viento del amanecer, y en completa soledad. Casi podía oír mis propios pensamientos...
Estuve andando sin rumbo durante lo que me parecieron horas, pero seguramente no llegaron a más de una. Me resistía a darme por vencido, pero llegó un momento en el que creí que, verdaderamente, no encontraría nada más que flores silvestres... y entonces vi algo brillante.
Creí que el corazón se me paraba por un momento. Me quedé mirando fijamente aquello que brillaba sin saber reaccionar, y cuando por fin conseguí comprenderlo, salí corriendo a toda prisa. Casi literalmente me tiré al suelo junto a lo que resultó ser un trozo de metal. Sin desilusionarme, desenvainé uno de mis puñales y empecé a apartar la tierra. Una nueva sonrisa se adueñó de mi expresión. Efectivamente, aquel trozo de metal era una argolla... Seguí cavando la tierra con el puñal, lo que no resultaba precisamente tarea fácil. Finalmente, con mis brazos gritando que parara de una vez con todo aquello, desvelé una trampilla de hierro que se abría en aquel lado de la colina.
"¡Por fin!" exclamé en mi fuero interno. Plantando los pies entre la tierra removida, tiré de la argolla con todas mis fuerzas. La trampilla parecía atascada y tiré con más fuerza... pero entonces, de repente, el hierro cedió y arranqué toda la tapadera, cayendo sentado hacia atrás. Me quedé sin palabrotas antes de conseguir levantarme de nuevo, pero al menos estaba haciendo avances, y eso hacía más difícil mantener el enfado...
Eché un vistazo al hueco. Parecía una madriguera, pero estaba claro que la había excavado alguien, no era obra de un simple animal. Sin embargo, era demasiado pequeña como para entrar por ella sin problemas... Extrañado, intenté meter un brazo en el hueco... y de repente el hueco se movió.
Creo que nadie podrá jamás comprender el escalofrío que me recorrió cuando un enorme ojo verde se abrió en la colina a mi lado. La parálisis aterrorizada fue mi primera reacción... o mejor dicho, mi falta de reacción inicial. Después, saqué el brazo muy lentamente del hueco y luché por no desmayarme. El ojo se cerró.
Cuando conseguí reponerme de aquel extraordinario y terrorífico suceso, empecé a sentir curiosidad. ¿Acaso la colina era en realidad alguna especie de criatura? ¿O es que vivía un gran animal dentro de aquel montón de tierra? Tenía que saberlo... y tenía que saber si el supuesto tesoro tenía algo que ver con aquello.
Así que, sin más dilación, busqué el lugar donde antes había aparecido el ojo y lo golpeé con cierta rotundidad, pero sin llegar a usar una fuerza excesiva. Como una alucinación terrible, el ojo enorme volvió a abrirse, y en aquella ocasión se clavó en mí... mirándome.
De repente, un sonido como el rugido del mar acompañó al temblor de tierra que me hizo caer al suelo y rodar por la hierba de nuevo. Cuando conseguí levantarme vi que la colina también lo había hecho... la tierra caía en cascada liberando la cabeza y las patas de una gigantesca tortuga. Su caparazón era lo que había sido casi toda la colina.
El gigantesco animal me miró fijamente, pero para cuando pareció empezar a interesarse en mí, yo ya había recogido todas mis cosas, y eché a correr sin mirar atrás.
Cuando llegué a la posada, me arrebujé sin más entre las pieles y esperé al día siguiente para reemprendeer la marcha. ¡Un tesoro en la colina! Menudo tesoro...
"Por lo menos no era un cocodrilo".
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