Susurros negros en el desierto - Eidan el juglar
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Susurros negros en el desierto - Eidan el juglar
Y tan pronto como habían llegado, los tres soles de Idhún se ocultaron, uno tras otro, sumiendo a todo el mundo en las tinieblas. El gentío que generalmente avanzaba por la plaza, ahora se había reducido a unas cuantas personas que deambulaban por las calles, pensativas, guiadas únicamente por la luz de algunas hogueras hechas por los vigilantes y los propios juglares. Y entre dos de aquellas lumbres, sentado sobre las baldosas de la plaza y con el laúd entre mis brazos, me hallaba yo descansando, mientras un pequeño grupo de personas me miraba con curiosidad. Tenía los ojos cerrados como si durmiera, mientras sentía los ritmos del viento, el sonido de los pasos y el murmullo de la gente. Luego que la luz del ultimo sol se apagó por completo, y la primera luna empezaba a surgir desde el otro lado del horizonte, empecé a tocar con energía las cuerdas del laúd.
- Acercaos si os atrevéis, señores, señoritas -Comenté, mientras me levantaba- Abrid los oídos, y no oigan, sino que escuchen con atención, las historias traídas desde lo más profundo de las arenas de Kash-tar.
Tomé un poco de arena que llevaba conmigo y la lancé con fuerza hacia una de las hogueras cercanas, provocando un chispeo de chispas antes de que mis manos se deslizaran por el laúd, y empezara el relato.
"Llamase como se llamase este humano, el detalle se ha perdido en el tiempo. Del norte venía, dicen algunos, mas a mi no me preguntéis, pues yo solo le he visto una vez. Su leyenda se conoció como la del hombre del caballo rojo. Destajaba sin piedad a aquel que le desafiase en combate, volviendo cada batalla un espectáculo de sangre. Decían algunos que su caballo alguna vez fue blanco, pero que su pelaje se tiñó con la sangre que manaba de las armas de su señor, y de ahí venía aquel color tan característico. Las historias sobre este hombre, se esparcieron como arena en el viento, mientras dejaba un camino color carmesí en su avance por Idhún.
El hombre, orgulloso y soberbio, escuchó los relatos sobre Kash-tar, y la gente que allí vivía. Convencido de su superioridad, se armó de valor, y vistiendo su pesada armadura de oro se abrió paso entre las montañas, adentrándose en las arenas del desierto. Fue allí cuando su leyenda se apagó por siempre. Un buen amigo mió y yo le vimos hace muchos años, montado sobre un caballo que parecía más de hueso que de carne, vestido aún con aquella armadura dorada. Murmuraba incoherencias, por el calor, moviendo la espada de un lado a otro, matando a los espectros que atormentaban su mente. Cuando se alejó de nosotros, le vimos desplomarse sobre un par de dunas de arena, mientras los buitres volaban sobre él.
¿Y por que no le hemos ayudado, decís vosotros? Pues por que, aquel que muere por soberbia, no merece más ayuda de la que puede ofrecerse a sí mismos. Y en la cruel madre de arena, aquellos que están cegados por su orgullo perecen bajo el calor abrazador de los 3 soles, testigos siempre conscientes de la justicia cruel de este mundo."
- Acercaos si os atrevéis, señores, señoritas -Comenté, mientras me levantaba- Abrid los oídos, y no oigan, sino que escuchen con atención, las historias traídas desde lo más profundo de las arenas de Kash-tar.
Tomé un poco de arena que llevaba conmigo y la lancé con fuerza hacia una de las hogueras cercanas, provocando un chispeo de chispas antes de que mis manos se deslizaran por el laúd, y empezara el relato.
"Llamase como se llamase este humano, el detalle se ha perdido en el tiempo. Del norte venía, dicen algunos, mas a mi no me preguntéis, pues yo solo le he visto una vez. Su leyenda se conoció como la del hombre del caballo rojo. Destajaba sin piedad a aquel que le desafiase en combate, volviendo cada batalla un espectáculo de sangre. Decían algunos que su caballo alguna vez fue blanco, pero que su pelaje se tiñó con la sangre que manaba de las armas de su señor, y de ahí venía aquel color tan característico. Las historias sobre este hombre, se esparcieron como arena en el viento, mientras dejaba un camino color carmesí en su avance por Idhún.
El hombre, orgulloso y soberbio, escuchó los relatos sobre Kash-tar, y la gente que allí vivía. Convencido de su superioridad, se armó de valor, y vistiendo su pesada armadura de oro se abrió paso entre las montañas, adentrándose en las arenas del desierto. Fue allí cuando su leyenda se apagó por siempre. Un buen amigo mió y yo le vimos hace muchos años, montado sobre un caballo que parecía más de hueso que de carne, vestido aún con aquella armadura dorada. Murmuraba incoherencias, por el calor, moviendo la espada de un lado a otro, matando a los espectros que atormentaban su mente. Cuando se alejó de nosotros, le vimos desplomarse sobre un par de dunas de arena, mientras los buitres volaban sobre él.
¿Y por que no le hemos ayudado, decís vosotros? Pues por que, aquel que muere por soberbia, no merece más ayuda de la que puede ofrecerse a sí mismos. Y en la cruel madre de arena, aquellos que están cegados por su orgullo perecen bajo el calor abrazador de los 3 soles, testigos siempre conscientes de la justicia cruel de este mundo."
Invitado- Invitado
Re: Susurros negros en el desierto - Eidan el juglar
[Poema]
Vierais vosotros los humanos
La tamaña cantidad
de objetos invisibles a sus ojos
sentidos o curiosidad.
Siempre cegados mentalmente
por su propia percepción
no son capaces de apreciar
las maravillas de la creación.
Pueden crear armas y transportes
alterar lo natural a su antojo
Pero mientras no sean capaces
de mirar sin preguntar
Seguirán siendo solamente
Hormigas en la oscuridad
Vierais vosotros los humanos
La tamaña cantidad
de objetos invisibles a sus ojos
sentidos o curiosidad.
Siempre cegados mentalmente
por su propia percepción
no son capaces de apreciar
las maravillas de la creación.
Pueden crear armas y transportes
alterar lo natural a su antojo
Pero mientras no sean capaces
de mirar sin preguntar
Seguirán siendo solamente
Hormigas en la oscuridad
Invitado- Invitado
Re: Susurros negros en el desierto - Eidan el juglar
- El sonido de un laúd ha sido, desde siempre, algo que ha cautivado a hombres y yans por igual, el dulce vibrar de las cuerdas, los sentimientos soltados al viento, un deleite con pocas cosas que puedan compararsele. -Susurré, mientras mis dedos rozaban suavemente las cuerdas de mi amado instrumento, haciendo una melodía suave y tranquila para dar atmósfera- Claro, hay excepciones para esta regla, por que, como comprendereis, un laud no puede tocarse por si mismo. Necesita una persona capaz de hacerlo de forma apropiada, requiere años de practica llegar a tocar un instrumento, sea el que sea, para conseguir crear una melodía que sea agradable para nuestro amado público. Si el trovador es malo, no importa que tan magnifico sea el instrumento, este no servirá para nada -Mi melodía tomó un ritmo un poco más sombrío de golpe- ...Un ejemplo de esto es la historia que os contaré.
"Cuenta la leyenda que, más allá de estas tierras, en los frondosos bosques de Awa, existió un luthier de gran talento, que, usando madera de caoba antigua, y cuerdas fabricadas con los cabellos de un difunto dragón, creó el laúd más hermoso y poderoso de todos. El sonido que salía de sus cuerdas era tan magnífico, que las personas llegaban a desmayarse del deleite que les provocaba escucharlo. Este hermoso instrumento llegó a las manos de un joven Feérico, hijo del ilustre luthier, quien deseaba por sobre todas las cosas fama y fortuna. Confiado de la capacidad de su padre, tomó el laúd y, cargado de orgullo y suficiencia, viajó hasta esta misma plaza, y tocó. Tocó como ningún otro hombre o feérico haya tocado jamás... peor que ningún otro ser vivo. El instrumento, noble, hacía lo posible por complacer a su dueño, pero este a penas había leído una partitura en su vida, y lo que hacía era simplemente rasgar las cuerdas, y con una fuerza tal que el sonido salía deforme y agudo, como el berrido de un cerdo siendo sacrificado. Muchos otros juglares, entre los que me incluyo, intentamos prestarle consejo, pero él se negó, cegado por su orgullo. Culpó a los dioses de su mala fortuna, diciendo que por envidia la mismísima Wina había maldecido su instrumento.
Fue en una de esas tardes de verano, mientras el chico tocaba con los ojos cerrados, que llegó frente a él una figura femenina, vestida con una capucha que cubría por completo su rostro, dejando ver solo algunos mechones de cabello verde cayendo de su cabeza. La señorita se presentó ante él, desafiándolo abiertamente a un duelo musical, ella usaría un viejo laúd de madera de olmo, y el chico, aquel instrumento maravilloso. El chico, soberbio, aceptó sin vacilar un solo segundo, y dándole espacio frente a él, comenzó a tocar las cuerdas, produciendo un sonido como el de un gato dando a luz. La chica se tardó unos minutos, pues tuvo que afinar su instrumento, pero al cabo de un rato estaba tocando una dulce canción, casi como la nana de una madre. Al verse perdido, el feérico chilló nuevamente, gritando maldiciones en contra de la diosa Wina. Gritó y gritó hasta que sintió como su garganta se rasgaba de pronto. Intentó moverse, pero notó que sus pies se habían fijado a la tierra. Desesperado, miró a su alrededor, mientras sentía como su cuerpo se entumecía. Su mirada se fijó en la chica frente a él, que le observaba, obviamente disgustada. Ella terminó por darle la espalda, mientras al pobre hombre le salían ramas, hojas, y su piel se volvía áspera y dura como la propia madera... Y aquí lo tenemos ahora, como uno de los árboles que adornan esta misma plaza. Recordad, queridos amigos. Ante un predicamento, no busqueis culpables, sino soluciones. "
"Cuenta la leyenda que, más allá de estas tierras, en los frondosos bosques de Awa, existió un luthier de gran talento, que, usando madera de caoba antigua, y cuerdas fabricadas con los cabellos de un difunto dragón, creó el laúd más hermoso y poderoso de todos. El sonido que salía de sus cuerdas era tan magnífico, que las personas llegaban a desmayarse del deleite que les provocaba escucharlo. Este hermoso instrumento llegó a las manos de un joven Feérico, hijo del ilustre luthier, quien deseaba por sobre todas las cosas fama y fortuna. Confiado de la capacidad de su padre, tomó el laúd y, cargado de orgullo y suficiencia, viajó hasta esta misma plaza, y tocó. Tocó como ningún otro hombre o feérico haya tocado jamás... peor que ningún otro ser vivo. El instrumento, noble, hacía lo posible por complacer a su dueño, pero este a penas había leído una partitura en su vida, y lo que hacía era simplemente rasgar las cuerdas, y con una fuerza tal que el sonido salía deforme y agudo, como el berrido de un cerdo siendo sacrificado. Muchos otros juglares, entre los que me incluyo, intentamos prestarle consejo, pero él se negó, cegado por su orgullo. Culpó a los dioses de su mala fortuna, diciendo que por envidia la mismísima Wina había maldecido su instrumento.
Fue en una de esas tardes de verano, mientras el chico tocaba con los ojos cerrados, que llegó frente a él una figura femenina, vestida con una capucha que cubría por completo su rostro, dejando ver solo algunos mechones de cabello verde cayendo de su cabeza. La señorita se presentó ante él, desafiándolo abiertamente a un duelo musical, ella usaría un viejo laúd de madera de olmo, y el chico, aquel instrumento maravilloso. El chico, soberbio, aceptó sin vacilar un solo segundo, y dándole espacio frente a él, comenzó a tocar las cuerdas, produciendo un sonido como el de un gato dando a luz. La chica se tardó unos minutos, pues tuvo que afinar su instrumento, pero al cabo de un rato estaba tocando una dulce canción, casi como la nana de una madre. Al verse perdido, el feérico chilló nuevamente, gritando maldiciones en contra de la diosa Wina. Gritó y gritó hasta que sintió como su garganta se rasgaba de pronto. Intentó moverse, pero notó que sus pies se habían fijado a la tierra. Desesperado, miró a su alrededor, mientras sentía como su cuerpo se entumecía. Su mirada se fijó en la chica frente a él, que le observaba, obviamente disgustada. Ella terminó por darle la espalda, mientras al pobre hombre le salían ramas, hojas, y su piel se volvía áspera y dura como la propia madera... Y aquí lo tenemos ahora, como uno de los árboles que adornan esta misma plaza. Recordad, queridos amigos. Ante un predicamento, no busqueis culpables, sino soluciones. "
Invitado- Invitado
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