Buscando miembros para la expedición

Ya era mi tercera noche en la taberna y comenzaba a estar harto del borracho de la habitación de al lado, un humano con tendencia a la borrachera que gritaba y golpeaba las paredes mientras escupía esúpidos gritos de guerra. Salí de mi habitación, que dejé completamente vacía tras recojer mis escasas pertenencias -dos túnicas y un zurrón-, y cerré la puerta de un portazo. Mientras bajaba al vestíbulo por las estrechas e irregulares escaleras, malmetidas por tantas pisadas, escuché el grito ronco de mi vecino ebrio:

-¡Oye! ¡Sí, tú, crío! ¿Qué maneras son esas de cerra...? -el grito se perdió en el pasillo mientras un golpe sordo indicaba que el borracho había caído dormido al suelo y yo ponía mi pie en el salón.

Aquello sí era ruido. Cantos de juglares y las respectivas amenzas de los brutos que no entendían de arte, el chocar de las jarras de cerveza y las canciones rasposas y graves de los hombres del sur. Aquello era una afluencia de viajeros que se mezclaban entre ellos y con alcohol y las suculentas comidas que servía la posadera, que se movía sin descanso de una mesa a otra, sirviendo platos y recogiendo otros, manteniendo a raya a los ebrios y sobretodo, rellenando jarras de cervezas y licor, que era lo que más dinero daba.

Salí al exterior y respiré una profunda bocanada de aire fresco mientrs giraba sobre mis talones para visualizar por última vez la taberna que me había hospedado. Era de noche, las lunas brillaban en el firmamento oscuro y el paisaje se vestía de negro. Entre jirones de sombras, dos antorchas rasgaban las tinieblas, iluminando temblorosamente el edificio destartalado del que acababa de salir. A la luz del ténue fuego, un viejo cartel rezaba:


Cerré los ojos, respiré hondo y comencé a andar lejos de allí. Concretamente, tres pasos más lejos, porque la tercera vez que mi pie tocó el suelo, un rugido aterrador salió de mi estómago y no tuve otro remedio que volver a la posada a hincharme a comer, o no aguantaría el viaje hasta Alis Lithban que tenía planeado. La posadera me sirvió un plato, dos y tres, y al cuarto tenía la barriga tan llena que no podía hacer bajar los bocados ni con toda la jarra de vino. Me sentía pesado y torpe, por lo que subía las escaleras a trompicones y me tiré en mi habitación.

Me desperté al día siguiente, los soles ya estaban altos en el cielo por lo que debía ser mediodía. Mi vientre se quejaba de la falta de desayuno, medio arrastrándome medio cayéndome bajé a la posada a por una última comida.

-Buenos días -dije con voz ronca cuando me senté en la mesa que parecía la más vacía.

No tenía ni idea de quién era el otro huésped, a duras penas lograba mantener los ojos abiertos, pero me pareció ver recortes de escamas azules por lo que supuse que sería un caballero de esos que llevan armaduras que imitan a los dragones. Bufé por lo bajo ante tan ostentoso atuendo y engullí lentamente la comida que me había servido la posadera. Cuando acabé y me sentí mejor de estómago, el vino hizo de nuevo su aparición, dándome una arcada y un dolor de cabeza horripilantes. Le pedí a la casera algo amargo de beber, pero antes de que me lo siriviera, ya me había dormido encima de la mesa.

Solté un fuerte y corto ronquido y lancé la cabeza hacia arriba y el cuerpo y los brazos hacia atrás de forma que casi caigo. Clavé los dedos como garfios en la madera de la mesa y las rodillas por debajo del mueble para evitar la caída. Imaginaba que mi cara debía ser un espéctaculo divertidísimo, por lo que recuperé la compostura y me froté los ojos enrojecidos para erradicar el sueño. Parpedeé rápidamente durante un largo rato para humedecerme las pupilas secas y finalmente eché un vistazo a mi alrededor. Descubrí que no estaba cubierto por sábanas ni sobre ninguna cama, y que tampoco estaba en mi habitación. El sol que entraba por la ventana relucía, alto, indicando que era medio día. Los platos vacíos en la mesa y la taza de té ya enfriado me recordaron por qué me había quedado dormido.

En la mesa donde me había sentado aún estaba el chico de la armadura ostentosa –que resultó no ser una armadura– y en las otras mesas había huépedes de toda clase, humanos en su mayoría, aunque también había mestizos y demás. Me llamaron la atención un celeste y un semivaru. ¡Un semivaru! ¡En Rhyrr! Había cosas que no se veían todos los días. Pegada a la ventana había una joven de pelo azul que hizo clavar mi mirada en ella.

–¿Puedo retirarlo? –La posadera se había plantado a mi lado y me miraba con un ceja levantada y una de sus sonrisas, con una mano en la cintura y la otra llena de platos y demás cacharros. Llevaba el delantal sucio de grasa y vino y el pelo recogido en un moño de andar por casa. Empujé la taza, aún llena de té, hacia ella y asentí con la cabeza– ¿Quieres algo para esas ojeras, mozo? –De nuevo, asentí con la cabeza, sintiéndome todavía incapaz de pronunciar sonido alguno y contemplé como la tabernera me dedicaba una sonrisa y se alejaba con la cabeza bien alta (y el moño) esquivando huéspedes y recogiendo más vajilla.

Una vez vacío el espacio frente a mí, levanté la cabeza y vi que el de la piel escamosa tenía la mirada clavada, incrustada, en la muchacha de pelo azul. Ahora un poco más despejado, recordé aquella cabellera, aunque era incapaz de asociarla a ninguna cara. Hice ademán de levantarme y volví a dejar mi culo caer sobre la silla cuando un golpe seco sonó sobre la mesa acompañado de la voz de la posadera:

–Aquí tienes, guapo –me guiñó un ojo y yo le dirigí una mueca que se suponía era también un guiño–. Que no se te enfríe...

Eché un vistazo a la taza que me había plantado delante. Contenía un líquido rojo que despedía un fuerte pero agradable olor a hierbas. Algunas hojillas flotaban aún en la bebida. Enrosqué mi dedo en el asa y levanté jícara hacia mi boca. Pegué los labios alrededor del tazón y dejé que la infusión me bajara por la boca, dejando mi lengua impregada de un sabor dulzón, y por la garaganta. Cuando la taza estuvo vacía y el poso carmesí dejó su huella oscura y húmeda en el fondo de la taza, yo sentí una sensación de completa vigilia. No me creía capaz de dormir en al menos tres días. Deposité el tazón sobre la mesa y, ahora sí, caminé hacia la chica peliazul. Toque su hombro con la punta del dedo. Cuando se giró y pude al fin contemplar su rostro, abrí los ojos como platos en una mezcla de sorpresa y efectos de la bebida. Abrí y cerré la boca un par de veces y al fin pronuncié su nombre:

–¡Martah! –Parpadeé, perplejo– ¿Qué tú... aquí? –Aunque el sentimiento de somnolencia ya había desaparecido, mi lengua seguía adormilada y no fue capaz de crear un pregunta coherente. Sonreí ampliamente como si eso fuese a ayudarla a entenderme.